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(AA.VV) Antología universal del relato fantástico

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—Bueno, ¿qué pasó después <strong>del</strong> ruido de armas de fuego?<br />

—Ya lo sabrá. Aún estábamos desayunando, todos en silencio, porque ¿de qué podemos hablar<br />

aquí? ¿Qué tenemos aparte de nuestras oraciones, nuestra huerta y nuestros miserables desayunos y<br />

almuerzos? Como decía, estábamos todos en silencio, cuando de pronto suena el llamador como nunca<br />

antes, una llamada de lo más feroz, una llamada que nos hace atragantar con el miserable desayuno que<br />

estamos tomando, y casi nos impide tragarlo. «¡Ve, hermano mío!», me dice el hermano superior. «Ve,<br />

es tu deber, ve a la puerta». Soy valiente, un capuchino bravo como un león. Salgo de puntillas…<br />

espero… escucho… corro hacia atrás el pequeño panel <strong>del</strong> portón… espero, escucho otra vez… espío<br />

por el agujero: nada, absolutamente nada que pueda ver. Soy valiente… a mí no me asustan. ¿Qué hago<br />

a continuación? Abro el portón. ¡Ah, Santa Madre de Dios! ¿Qué es lo que veo tendido en el umbral?<br />

¡Un hombre… muerto! Un hombre grande, más grande que usted, más grande que yo, más grande que<br />

cualquiera de este convento: bien vestido con un abrigo de calidad, de ojos negros, clavados en el cielo;<br />

y la sangre empapándole la parte <strong>del</strong>antera de la camisa. ¿Qué hago? ¡Grito una vez… grito dos veces…<br />

y vuelvo corriendo hacia el padre superior!<br />

Todos los detalles <strong>del</strong> duelo que yo había recogido gracias a la lectura <strong>del</strong> periódico francés en el<br />

cuarto de Monkton en Nápoles, se me aparecieron una vez más, vívidos en mi memoria. La sospecha<br />

que había experimentado cuando me asomé al interior de la dependencia <strong>del</strong> convento se convirtió en<br />

certeza cuando oí las últimas palabras <strong>del</strong> anciano monje.<br />

—Hasta ahora comprendo —dije—. El cadáver que acabo de ver en la dependencia es el <strong>del</strong> hombre<br />

a quien usted encontró muerto junto al portón de entrada. ¿Puede decirme ahora por qué no le dieron a<br />

sus restos un entierro decente?<br />

—Un momento… un momento… un momento… —contestó el capuchino—. El padre superior me<br />

oye gritar, y sale; todos corremos juntos hasta el portón; alzamos al hombre corpulento, y lo miramos de<br />

cerca. ¡Muerto! Muerto como esto (y el capuchino golpeó la cómoda con la mano). Miramos otra vez y<br />

vemos un trozo de papel prendido al cuello de su abrigo. ¡Ajá, hijo mío! Usted se sobresalta. Pensé que<br />

al fin lo haría sobresaltarse.<br />

Y yo me había sobresaltado. El papel era sin lugar a dudas la hoja mencionada en el segundo <strong>relato</strong><br />

inconcluso, que según se decía había sido arrancada de la libreta de notas y en la que se había precisado<br />

el modo en que el muerto había perdido la vida. Si necesitaba una prueba decisiva para identificar el<br />

cadáver, allí la tenía.<br />

—¿Qué cree que estaba escrito en el trozo de papel? —siguió el capuchino—. Leemos, y nos<br />

estremecemos. El hombre fue muerto en un duelo: él, el desesperado, el desdichado, ha fallecido en<br />

pecado mortal; y quienes habían presenciado su muerte nos pedían a nosotros, capuchinos, hombres<br />

consagrados, servidores <strong>del</strong> Cielo, hijos de nuestro señor el Papa… ¡nos piden a nosotros que lo<br />

enterremos! ¡Oh!, pero leer eso nos indigna; gruñimos, nos estrujamos las manos, nos apartamos,<br />

tiramos de nuestras barbas, hace…<br />

—Aguarde un momento —dije, al ver que el anciano se iba entusiasmando con el <strong>relato</strong> y que, a<br />

menos que lo detuviera, hablaría cada vez con mayor fluidez y menor sentido—. Aguarde un momento.<br />

¿Han conservado el papel que estaba prendido al abrigo <strong>del</strong> muerto?, ¿puedo verlo?<br />

El capuchino parecía a punto de contestarme cuando de pronto se controló. Vi que sus ojos se<br />

apartaban de mi rostro, y en el mismo instante oí que una puerta se abría y se cerraba con suavidad

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