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(AA.VV) Antología universal del relato fantástico

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Capítulo VI<br />

Regresé a toda prisa a la aldea donde había dejado las mulas, hice ensillar de inmediato los<br />

animales, y pude encontrarme otra vez en Fondi poco antes <strong>del</strong> crepúsculo.<br />

Mientras subía las escaleras de nuestro hotel sufría con la dolorosa incertidumbre de cómo sería<br />

mejor comunicarle la noticia de mi descubrimiento a Alfred. Si no lograba prepararlo adecuadamente<br />

para mis nuevas, el resultado —para una constitución como la suya— podía ser fatal. Cuando abrí la<br />

puerta de su habitación, no me sentía en absoluto seguro de mí mismo; y cuando me enfrenté a él, el<br />

modo en que me recibió me tomó tan de sorpresa que durante unos instantes perdí por completo mi<br />

control.<br />

Había desparecido todo rastro <strong>del</strong> letargo en el que lo había dejado hundido cuando lo viera por<br />

última vez. Tenía la mirada brillante, las mejillas enrojecidas. Cuando entré se puso en pie de un salto, y<br />

rechazó la mano que le tendía.<br />

—No me has tratado como un amigo —dijo con pasión—. No tienes derecho a continuar la<br />

búsqueda a menos que yo lo haga contigo: no tienes derecho a dejarme aquí solo. Me equivoqué al<br />

confiar en ti: eres como todos.<br />

Para entonces ya me había recobrado un poco <strong>del</strong> asombro inicial, y pude contestar antes de que él<br />

siguiera hablando. En el estado en que se encontraba era inútil razonar, o defenderme. Decidí arriesgar<br />

el todo por el todo, y le di mi noticia de inmediato.<br />

—Me tratarás con más justicia, Monkton, cuando sepas que te he servido bien durante mi ausencia<br />

—dije—. Si no me equivoco, el objeto por el que abandonamos Nápoles puede estar más cerca de<br />

nosotros que…<br />

Casi enseguida la sangre abandonó sus mejillas. La expresión de mi rostro, o el tono de mi voz, <strong>del</strong><br />

que yo no tenía conciencia, habían revelado a su percepción, agudizada por los nervios, más de lo que<br />

yo había pensado decirle al principio. Sus ojos se clavaron intensamente en los míos; su mano me<br />

apretó el brazo, y me dijo en un susurro ansioso:<br />

—Dime la verdad ahora mismo. ¿Lo encontraste?<br />

Era demasiado tarde para vacilar. Le di una respuesta afirmativa.<br />

—¿Enterrado o no?<br />

Su voz subió bruscamente de volumen al hacer la pregunta, y su mano libre me apretó el otro brazo.<br />

—Insepulto.<br />

No acabé de pronunciar la palabra cuando la sangre regresó a sus mejillas; sus ojos relampaguearon<br />

una vez más al cruzarse con mi mirada, y estalló en un ataque de risa triunfal, que me impresionó y<br />

alarmó hasta lo indecible.<br />

—¿Qué te dije? ¿Qué te parece ahora la antigua profecía? —gritó, soltándome los brazos, y<br />

empezando a pasearse de un lado a otro por el cuarto—. Reconoce que te equivocabas. ¡Reconócelo,<br />

como tendrá que reconocerlo todo Nápoles, cuando lo tenga a salvo en su ataúd!<br />

Su risa se hizo cada vez más violenta. Traté de calmarlo, en vano. Su criado y el posadero entraron,<br />

pero sólo lograron echar leña al fuego, y los hice salir. Cuando cerré la puerta tras ellos observé que<br />

sobre una mesa cercana estaba el fajo de cartas de la señorita Elmslie, que mi desdichado amigo<br />

conservaba con tanto cuidado, y leía y releía con incansable devoción. Como me miraba mientras yo

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