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(AA.VV) Antología universal del relato fantástico

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se encaró con el excitado guía. Porque esto era inadmisible, estúpido, peligroso, y había que cortarlo de<br />

raíz.<br />

Puede uno imaginarse lo que pasaría a continuación, aunque no puede saberse con certeza, porque<br />

en aquel momento de silencio profundo que siguió al alarido de Hank, y como contestándolo, algo<br />

cruzó la oscuridad <strong>del</strong> cielo por encima de ellos a una velocidad prodigiosa, algo necesariamente muy<br />

grande, porque produjo un gran ramalazo de viento, y, al mismo tiempo, descendió a través de los<br />

árboles un débil grito humano que, en un tono de angustia indescriptible, clamaba:<br />

—¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de fuego!<br />

Blanco como el papel, Hank miró estúpidamente en torno suyo, como un niño. El doctor Cathcart<br />

profirió una especie de exclamación incomprensible y echó a correr, en un movimiento instintivo de<br />

terror ciego, en busca de la protección de la tienda, y a los pocos pasos se paró en seco. Simpson fue el<br />

único de los tres que conservó la presencia de ánimo. Su horror era demasiado hondo para manifestarse<br />

en reacciones inmediatas. Ya había oído aquel grito anteriormente.<br />

Volviéndose hacia sus impresionados compañeros, dijo, casi con toda naturalidad:<br />

—Ése es exactamente el grito que oí… ¡y las mismas palabras que dijo!<br />

Luego, alzando su rostro hacia el cielo, gritó muy alto:<br />

—¡Défago! ¡Défago! ¡Baja aquí, con nosotros! ¡Baja!…<br />

Y antes de que ninguno tuviera tiempo de tomar una decisión cualquiera, se oyó un ruido de algo<br />

que caía entre los árboles, rompiendo las ramas, y aterrizaba con un tremendo golpe sobre la tierra<br />

helada. El impacto fue verdaderamente terrible y atronador.<br />

—¡Es él, que el buen Dios nos asista! —se oyó exclamar a Hank, en un grito sofocado, a la vez que<br />

maquinalmente echaba mano al cuchillo—. ¡Y viene! ¡Y viene! —añadió, soltando unas irracionales<br />

carcajadas de terror, al oír sobre la nieve helada el ruido de unos pasos que se acercaban a la luz.<br />

Y, mientras avanzaban aquellas pisadas, los tres hombres permanecieron de pie, inmóviles, junto a la<br />

hoguera. El doctor Cathcart se había quedado como muerto; ni siquiera parpadeaba. Hank sufría<br />

espantosamente y, aunque no se movía tampoco, daba la impresión de que estaba a punto de abalanzarse<br />

no se sabe hacia dónde. En cuanto a Simpson, parecía petrificado. Estaban atónitos, asustados como<br />

niños. El cuadro era espantoso. Y entretanto, aunque todavía invisible, los pasos se acercaban, haciendo<br />

crujir la nieve. Parecía que no iban a llegar jamás. Eran unos pasos lentos, pesados, interminables como<br />

una pesadilla.<br />

VIII<br />

Por último, una figura brotó de las tinieblas. Avanzó hacia la zona de dudoso resplandor, donde la<br />

luz <strong>del</strong> fuego se mezclaba con las sombras, a unos diez pasos de la hoguera. Luego, se detuvo y les miró<br />

fijamente. Siguió a<strong>del</strong>ante con movimientos espasmódicos, como una marioneta, y recibió la luz de<br />

lleno.<br />

Entonces se dieron cuenta los presentes de que se trataba de un hombre. Y al parecer aquel hombre<br />

era… Défago.<br />

Algo así como la máscara <strong>del</strong> horror cubrió en aquel momento el semblante de los tres hombres; y<br />

sus tres pares de ojos brillaron a través de ella, como si sus miradas cruzaran las fronteras de la visión

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