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(AA.VV) Antología universal del relato fantástico

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expedición: el campamento que, a primera vista, parecía desierto. Fuego, no había; ni tampoco salió<br />

Punk a recibirles. Tenían demasiado agotada la capacidad de emocionarse, para sorprenderse o<br />

disgustarse. Pero el grito espontáneo de Hank, que brotó de sus labios al acercarse a la hoguera apagada,<br />

fue una especie de llamada de advertencia, un aviso de que aquella extraña aventura no había concluido<br />

aún. Y tanto Cathcart como su sobrino confesaron después que, cuando le vieron arrodillarse, preso de<br />

incontenible excitación, y abrazar algo que yacía ante las cenizas apagadas, tuvieron el presentimiento<br />

de que ese «algo» era Défago, el verdadero Défago, que había regresado.<br />

Y así era, en efecto.<br />

Agotado hasta el último extremo, el franco-canadiense —es decir, lo que quedaba de él—, hurgaba<br />

entre las cenizas tratando de encender un fuego. Su cuerpo estaba allí, agachado, y sus dedos flojos<br />

apenas eran capaces de prender unas ramitas con ayuda de una cerilla. Ya no había una inteligencia que<br />

dirigiera esta sencilla operación. La mente había huido al más allá y, con ella, también la memoria. No<br />

sólo el recuerdo de los acontecimientos recientes, sino todo vestigio de su vida anterior.<br />

Esta vez era un hombre de verdad, aunque horriblemente contrahecho. En su rostro no había<br />

expresión de ninguna clase: ni temor, ni reconocimiento, ni nada. No dio muestras de conocer a quien le<br />

había abrazado, a quien le alimentaba y le hablaba con palabras de alivio y de consuelo. Perdido y<br />

quebrantado más allá de donde la ayuda humana puede alcanzar, el hombre hacía mansamente lo que se<br />

le mandaba. Ese «algo» que antes constituyera su «yo individual» había desaparecido para siempre.<br />

En cierto modo, lo más terrible que habían visto en su vida era aquella sonrisa idiota, aquel meterse<br />

puñados de musgo en la boca, mientras decía que sólo «comía musgo», y los vómitos continuos que le<br />

producían los más sencillos alimentos. Pero acaso peor aún fuera la voz infantil y quejumbrosa con que<br />

les contó que le dolían los pies «ardientes como el fuego», lo que era natural. Al examinárselos el<br />

doctor Cathcart, vio que los tenía espantosamente helados. Y debajo de los ojos tenía débiles muestras<br />

de haber sangrado recientemente.<br />

Los detalles referentes a cómo había sobrevivido a aquel suplicio prolongado, dónde había estado o<br />

cómo había recorrido la considerable distancia que separaba los dos campamentos, teniendo en cuenta<br />

que hubo de dar a pie el enorme rodeo <strong>del</strong> lago, puesto que no disponía de canoa, continúan siendo un<br />

misterio. Había perdido completamente la memoria. Y antes de finalizar el invierno, en cuyos<br />

comienzos había ocurrido esta tragedia, Défago, perdidos el juicio, la memoria y el alma, desapareció<br />

también. Sólo vivió unas pocas semanas.<br />

Lo que Punk fue capaz de aportar más tarde a la historia no arrojó ninguna luz nueva. Estaba<br />

limpiando pescado a la orilla <strong>del</strong> lago, a eso de las cinco de la tarde —esto es, una hora antes de que<br />

regresara el grupo expedicionario—, cuando vio a la caricatura <strong>del</strong> guía que se dirigía tambaleante hacia<br />

el campamento. Dice que le precedía una débil vaharada de olor muy singular.<br />

En ese mismo instante, el viejo Punk abandonó el campamento. Hizo el largo viaje de regreso con la<br />

rapidez con que sólo puede hacerlo un piel roja. El terror de toda su raza se había apoderado de él. Sabía<br />

lo que significaba todo aquello: Défago «había visto el Wendigo».

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