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(AA.VV) Antología universal del relato fantástico

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Era aquella una época en la que los hombres rendían culto a la noble virtud de la frivolidad, en la<br />

que la vida no era la áspera lucha que es hoy. Eran tiempos de ocio, tiempos en que los ingeniosos<br />

profesionales podían ganarse la vida sobradamente si conservaban radiante el buen humor de los<br />

caballeros ricos o bien nacidos y si cuidaban de que la risa de las damas de la Corte y de las gheisas no<br />

se extinguiese nunca. En las novelas románticas, ilustradas, de la época, en el teatro Kabuki, donde los<br />

rudos héroes masculinos como Sadakuro y Jiraiya eran transformados en mujeres, en todas partes, la<br />

hermosura y la fuerza eran una sola cosa. Las gentes hacían cuanto podían por embellecerse y algunos<br />

llegaban a inyectarse pigmentos en su preciosa piel. En el cuerpo de los hombres bailaban alegres<br />

dibujos de líneas y colores.<br />

Los visitantes de los barrios de placer de Edo preferían alquilar portadores de palanquín que<br />

estuviesen tatuados espléndidamente. Entre los que se adornaban de este modo no sólo se contaban<br />

jugadores, bomberos y gente semejante sino miembros de la clase mercantil y hasta samuráis. De vez en<br />

cuando se celebraban exposiciones y los participantes se desnudaban para mostrar sus afiligranados<br />

cuerpos, se los palmoteaban orgullosamente, presumían de la novedad de sus dibujos y criticaban los<br />

méritos de los ajenos.<br />

Hubo un joven tatuador excepcionalmente hábil llamado Seikichi. En todas partes se le elogiaba<br />

como a un maestro de la talla de Caribun o Yatsuhei y docenas de hombre le habían ofrecido su piel<br />

como seda para sus pinceles. Gran parte de las obras que se admiraban en las exposiciones de tatuajes<br />

eran suyas. Había quienes podían destacarse más en el sombreado o en el uso de cinabrio, pero Seikichi<br />

era famoso por el vigor sin igual y el encanto sensual de su arte.<br />

Seikichi se había ganado anteriormente el pan como pintor ukiyoke de la escuela de Tokoyuni y<br />

Kunisada y a pesar de haber descendido a la condición de tatuador, su pasado era visible en su<br />

conciencia artística y su sensibilidad. Nadie cuya piel o cuyo aspecto físico no fuese de su agrado<br />

lograba comprar sus servicios. Los clientes que aceptaban tenían que dejar coste y diseño enteramente a<br />

su discreción y habían de sufrir durante un mes o incluso dos, el dolor atroz de sus agujas.<br />

En lo profundo de su corazón, el joven tatuador ocultaba un placer y un secreto deseo. Su placer<br />

residía en la agonía que sentían los hombres al irles introduciendo las agujas, torturando sus carnes<br />

hinchadas, rojas de sangre: y cuanto más alto se quejaban más agudo era el extraño <strong>del</strong>eite de Seikichi.<br />

El sombreado y el abermejado, que se dice que son particularmente dolorosos, eran las técnicas con las<br />

que más disfrutaba.<br />

Cuando un hombre había sido punzado quinientas o seiscientas veces, en el transcurso de un<br />

tratamiento diario normal, y había sido sumergido en un baño caliente para hacer brotar los colores, se<br />

desplomaba medio muerto a los pies de Seikichi. Pero Seikichi bajaba su mirada hacia él, fríamente.<br />

"Parece que duele", observaba con aire satisfecho.<br />

Siempre que un individuo flojo aullaba de dolor o apretaba los dientes o torcía la boca como si<br />

estuviese muriéndose, Seikichi le decía: "No sea usted niño. Conténgase usted: ¡no ha hecho más que<br />

empezar a sentir mis agujas!" Y continuaba tatuándole, tan imperturbable como siempre, mirando de<br />

vez en cuando, de reojo, el rostro bañado en lágrimas <strong>del</strong> cliente.<br />

Pero a veces, una persona de excepcional fortaleza encajaba las mandíbulas y aguantaba<br />

estoicamente sin permitirse ni un gesto. Entonces, Seikichi se sonreía y decía: "¡Ah, es usted hombre<br />

porfiado! Pero espérese. Pronto le empezará a temblar el cuerpo de dolor. Dudo que sea capaz de

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