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(AA.VV) Antología universal del relato fantástico

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una idea que le hizo temblar: «¿Qué podría… qué podría hacer yo si… si sucediera algo y no regresara?<br />

…».<br />

Disfrutaron de una cena bien merecida, comieron pescado a placer, y tomaron un té fuerte, capaz de<br />

matar a un hombre que no hubiera hecho treinta millas a «marcha forzada». Y al terminar, estuvieron un<br />

rato fumando, charlando y riendo junto al fuego. Después, estiraron las piernas cansadas y discutieron el<br />

programa <strong>del</strong> día siguiente. Défago se encontraba de un humor excelente, aunque decepcionado por no<br />

haber encontrado ningún rastro todavía. Pero estaba oscureciendo y no había podido alejarse demasiado.<br />

El Brûlé era mal sitio también. Las ropas y las manos le olían a carbón.<br />

Simpson, al mirarle, volvió a sentir con renovada intensidad que la situación seguía siendo la<br />

misma: los dos juntos en la soledad agreste.<br />

—Défago —dijo—, estos bosques son… cómo decirlo, un poco demasiado grandes para sentirse<br />

uno a gusto… tranquilo, quiero decir… ¿no?<br />

Con estas palabras tan sólo daba expresión a su sentir <strong>del</strong> momento.<br />

Apenas si estaba preparado para la seriedad, para la solemnidad, incluso, con que el guía acogió sus<br />

palabras.<br />

—Está usted en lo cierto, jefe —exclamó, clavándole en el rostro sus ojos escrutadores—, es la pura<br />

verdad. No tienen límite… ninguna clase de límite.<br />

Luego añadió, bajando la voz como si hablara consigo mismo:<br />

—Son muchos los que han descubierto eso, y han sucumbido.<br />

Pero la gravedad que había en su actitud no agradó en absoluto a Simpson. Sus palabras y su<br />

expresión resultaban demasiado sugerentes en un escenario y un crepúsculo como aquéllos. Lamentó<br />

haber tocado ese tema. De pronto le vino a la memoria lo que había contado su tío sobre una fiebre<br />

extraña que afectaba a los hombres en la soledad de la selva. Se sentían irresistiblemente atraídos por<br />

las regiones despobladas, y caminaban, fascinados, hacia su muerte. Y se le ocurrió que su compañero<br />

tenía ciertos síntomas afines a ese extraño tipo de afección. Desvió la conversación hacia otros<br />

derroteros. Habló de Hank y <strong>del</strong> doctor, así como de la natural rivalidad entre los dos grupos por ser los<br />

primeros en avistar un alce.<br />

—Si ellos fuesen en dirección oeste —observó Défago con desgana—, ahora estarían a cien<br />

kilómetros de nosotros; y en mitad de camino, quedaría el viejo Punk, hinchándose de pescado y café.<br />

Se rieron de imaginárselo. Pero al mencionar de pasada, por segunda vez, aquellos cien kilómetros,<br />

Simpson se percató de las inmensas proporciones <strong>del</strong> territorio donde estaban cazando. Cien kilómetros<br />

eran solamente un paseo; y doscientos, tal vez poco más. A su memoria acudían continuamente <strong>relato</strong>s<br />

sobre cazadores que se habían extraviado. La pasión y el misterio de unos hombres perdidos y<br />

errabundos, seducidos por la belleza de las grandes selvas, cruzaban por su mente de una forma<br />

demasiado vívida para resultar completamente placentera. Se preguntaba si sería el talante de su<br />

compañero lo que provocaba con tanta persistencia estas ideas inquietantes.<br />

—Cantemos una canción, Défago, si no está usted demasiado cansado —rogó—. Una de esas viejas<br />

canciones de viajeros que cantaba la otra noche.<br />

Le alargó la petaca al guía. Después, se puso a llenar su pipa mientras el canadiense, de buena gana,<br />

elevaba su templada voz por el lago en uno de aquellos cantos dolorosos, ante los cuales los madereros<br />

y los tramperos detenían sus tareas. Tenía un acento suplicante, algo que evocaba el ambiente de los

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