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(AA.VV) Antología universal del relato fantástico

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pasaba junto a la mesa, las cartas atrajeron su atención. Las nuevas esperanzas para el futuro que<br />

acababan de despertar mis noticias en su corazón, parecieron abrumarlo en un instante ante la visión de<br />

los preciados papeles que le recordaban a su prometida. Su risa cesó, le cambió el rostro, corrió hasta la<br />

mesa, tomó las cartas en su mano, apartó los ojos de ellas para mirarme durante un instante con una<br />

expresión alterada que me llegó al corazón, después cayó de rodillas junto a la mesa, dejó caer la cara<br />

sobre las cartas, y rompió a llorar. Dejé que su emoción siguiera libremente su curso, y abandoné el<br />

cuarto, sin decir una palabra. Cuando regresé un momento más tarde lo encontré sentado en su sillón<br />

leyendo serenamente una de las cartas <strong>del</strong> fajo que descansaba sobre sus rodillas.<br />

Su rostro era la bondad personificada; su conducta, casi femenina en su gentileza cuando se puso de<br />

pie para salir a mi encuentro tendiéndome con ansiedad la mano.<br />

Ahora se encontraba lo bastante tranquilo como para oír detenidamente lo que yo tenía que contarle.<br />

No suprimí más que los detalles sobre el estado en que había descubierto el cadáver. No pretendí ningún<br />

derecho en cuanto a las disposiciones por tomar en nuestros actos futuros, salvo cuando insistí en que<br />

tenía que dejar todo lo relativo al traslado <strong>del</strong> cuerpo en mis manos, y en que debía conformarse con ver<br />

el papel de monsieur Foulon, después de que yo le asegurara que los restos contenidos en el ataúd eran<br />

real y auténticamente los que habíamos buscado.<br />

—Tus nervios son más débiles que los míos —dije, como disculpa por mi aparente orden arbitraria<br />

—, y por ese motivo debo rogarte que me permitas asumir la dirección en todo lo que tenemos que<br />

hacer ahora, hasta que vea el ataúd de plomo soldado y a salvo en tus manos. Después de eso, todo<br />

quedará a tu cargo.<br />

—Me faltan palabras para agradecer tu bondad —contestó—. Ningún hermano podría haberme<br />

tolerado con más afecto o haberme ayudado con más paciencia que tú.<br />

Dejó de hablar, pensativo. Después se ocupó de atar lenta y cuidadosamente el fajo de cartas de la<br />

señorita Elmslie, y entonces miró de pronto hacia la pared vacía que estaba detrás de mí, con esa<br />

expresión extraña cuyo significado yo tan bien conocía. Desde que habíamos partido de Nápoles yo<br />

había evitado adrede excitarlo hablando <strong>del</strong> tema inútil e impresionante de la aparición que, según él<br />

creía, lo seguía sin cesar. En ese momento, sin embargo, Stephen parecía tan sereno y controlado —tan<br />

poco inclinado a agitarse con violencia si se hacía referencia al peligroso tópico— que me atreví a<br />

hablar con franqueza.<br />

—¿Aún se te aparece el fantasma —pregunté— como en Nápoles?<br />

Me miró, y sonrió.<br />

—¿No te dije que me seguía a todas partes?<br />

Sus ojos vagaron una vez más hacia el espacio vacío, y siguió hablando en esa dirección, como si<br />

continuara la charla con una tercera persona presente en el cuarto.<br />

—Nos separaremos —dijo lenta y suavemente—, cuando quede ocupado el espacio vacío de la<br />

cripta de Wincot. Entonces iré al altar de la capilla de la Abadía, y cuando mis ojos se encuentren con<br />

los de ella ya no verán el rostro torturado.<br />

Una vez dicho esto apoyó la cabeza en su mano suspiró, y empezó a repetir lentamente, para sí, los<br />

versos de la antigua profecía:<br />

Cuando en la cripta de Wincot un sitio

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