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Batalla por la memoria

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Pintando el horror ... 321<br />

dos piezas sintomáticas de Memorias de <strong>la</strong> ira ponen esa manipu<strong>la</strong>ción en<br />

abismo al sutilmente insinuar lo posado y forzado de un al<strong>la</strong>namiento en<br />

Ayacucho histriónicamente puesto en escena para solo beneficio de <strong>la</strong>s<br />

cámaras. O el resguardo militar aparatosamente ofrecido a Juana Lidia<br />

Argumedo, testigo de <strong>la</strong>s matanzas, tras ser torturada y vio<strong>la</strong>da <strong>por</strong> <strong>la</strong>s mismas<br />

fuerzas armadas que luego ostentan para el periodismo su gesto protector.<br />

Tales ambivalencias hacen así más interesante el que el conjunto haya<br />

sido concebido como un homenaje a los re<strong>por</strong>teros gráficos: quizá sean<br />

ellos quienes más c<strong>la</strong>ramente asumen esa condición fronteriza. Y en efecto,<br />

allí están los mártires de Uchuraccay, tomados <strong>por</strong> Ruiz Durand de <strong>la</strong>s últimas<br />

fotografías que los muestran juntos y con vida. El tratamiento plástico<br />

resalta <strong>la</strong> extraña energía que emana de sus cuerpos: nos miran desde un<br />

mundo otro que en <strong>la</strong> década de 1980 era cada vez más el nuestro. El de <strong>la</strong><br />

puna, el de <strong>la</strong> muerte. El del conocimiento que tenemos del desen<strong>la</strong>ce fatal<br />

que les espera: ese futuro terrible que ya es pasado, pero que se reactualiza<br />

en cada mirada nueva.<br />

Aquí se encuentra implícita aquel<strong>la</strong> cualidad perturbadora en <strong>la</strong> fotografía<br />

que Barthes denominó punctum. Una presencia disonante que nos<br />

<strong>la</strong>stima y convoca. Puede contener un elemento de azar, mas no de arbitrariedad.<br />

Su ubicación e intensidad depende de <strong>la</strong> conciencia establecida en<br />

el espectador, pero este factor subjetivo debe paradójicamente sustentarse<br />

en <strong>la</strong> objetividad aceptada del registro fotográfico.<br />

Es esa re<strong>la</strong>ción <strong>la</strong> que fácilmente se sofoca en <strong>la</strong> atmósfera saturada<br />

de algunos medios masivos. La diagramación y <strong>la</strong>s leyendas, <strong>la</strong> aglomeración<br />

de imágenes y su reiteración gratuita: textos y contextos donde el potencial<br />

crítico de <strong>la</strong> fotografía suele devaluarse. Al ofrecérnos<strong>la</strong> nuevamente<br />

ais<strong>la</strong>da, el cuadro hace otra vez visible el sentido que <strong>la</strong> contaminación<br />

informativa banaliza. La despoja así de triunfalismos o denuncias uni<strong>la</strong>terales<br />

para devolver<strong>la</strong> al concreto drama humano en que <strong>la</strong> violencia milenaria<br />

del Perú se manifiesta como una guerra civil.<br />

He allí <strong>la</strong> apuesta de Ruiz Durand: <strong>por</strong> medio de <strong>la</strong> pintura, recuperar<br />

para <strong>la</strong> fotografía aquel<strong>la</strong> agudeza perdida en su abuso mediático. La agudeza,<br />

no el escándalo. Elude <strong>por</strong> eso toda truculencia –propicia para una<br />

denuncia efectista, pero difícilmente para una meditación duradera– hurgando<br />

más bien los sutiles trastocamientos que en <strong>la</strong>s imágenes nos reve<strong>la</strong>n<br />

un país fracturado.<br />

La confrontación de tiempos dislocados tiene aquí un papel im<strong>por</strong>tante.<br />

El tiempo existencial de los re<strong>por</strong>teros muertos, como hemos visto,

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