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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

El doliente ejemplar<br />

En algo se parecen. En Brasil, como en todas partes, los políticos más populares, los<br />

millonarios notorios, los ídolos <strong>del</strong> fútbol, las estrellas de la televisión y los genios de la mwsica<br />

tienen, todos, algo en común: son, todos, mortales.<br />

Jaime Sabino había estudiado muy bien este asunto. Y cada vez que algún famoso cumplía<br />

su destino, él era el primero en enterarse y el primero en aparecer. A la velocidad de la luz, Jaime<br />

acudía al entierro <strong>del</strong> difunto o difunta, fuera donde fuese, desde el suburbio de Río de Janeiro<br />

donde él era humilde empleado de una oficina pública.<br />

–Yo vengo en representación de los doscientos mil habitantes de Nilópolis –decía, y así<br />

atravesaba sin problemas todos los controles y los cordones de seguridad, porque cualquiera<br />

puede parar a una persona pero nadie es capaz de prohibir el paso a doscientas mil.<br />

De inmediato, Jaime ocupaba el lugar exacto en el momento exacto.<br />

Justo cuando se encendían las cámaras de la televisión y los flashes de los fotógrafos, él<br />

estaba cargando al hombro el ataúd de la gloria nacional que había dejado un vacío imposible de<br />

llenar, o aparecía estirando el cuello, parado en puntas de pie, entre los parientes más cercanos y<br />

los amigos más íntimos. Su cara compungida era infaltable en los noticieros y en los periódicos.<br />

Los periodistas lo llamaban papagayo de pirata. Por envidia.<br />

La difunta milagrosa<br />

Vivir es una costumbre mortal, contra eso no hay quien pueda, y también doña Asunción<br />

Gutiérrez murió, al cabo de un largo siglo de vida.<br />

Parientes y vecinos la velaron en su casa, en Managua. Ya hacía rato–que habían pasado<br />

<strong>del</strong> llanto a la fiesta, ya las lágrimas habían abierto paso a los tragos y a las risas, cuando en lo<br />

mejor de la noche, doña Asunción se alzó en el ataúd.<br />

Sáquenme de aquí, babosos –mandó.<br />

Y se sentó a comer un tamalito, sin hacer el menor caso de nadie.<br />

En silencio, los deudos se fueron retirando. Ya los cuentos no tenían quien los contara, ni<br />

los naipes quien los jugara, y los tragos habían perdido su pretexto. Velorio sin muerto, no tiene<br />

gracia. La gente se perdió por las calles de tierra, sin saber qué hacer con lo que quedaba de la<br />

noche.<br />

Uno de los bisnietos comentó, indignado:<br />

–Es la tercera vez que la vieja nos hace esto.<br />

La inflación<br />

Había sido un viviente flaco, pero fue un globo en la muerte.<br />

Para clavar la tapa <strong>del</strong> ataúd, toda la parentela tuvo que sentarse encima. Y hubo diversidad<br />

de opiniones sobre ese engordamiento súbito:<br />

–La muerte hincha.<br />

–Es el gas carbónico.<br />

–Es la mala leche.<br />

–Es el alma –sollozó la viuda–. El alma, que quiere salirse <strong>del</strong> traje.<br />

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