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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />
El nombre<br />
El pueblo de Cerro Chato nunca tuvo ningún cerro, ni chato ni puntiagudo. Pero Javier<br />
Zeballos recuerda que Cerro Chato sí tenía, en los <strong>tiempo</strong>s de su infancia, tres comisarios, tres<br />
jueces y tres doctores.<br />
Uno de los doctores, que vivía en el centro, era la brújula de los mandados. La mamá de<br />
Javier lo orientaba así: –De la casa <strong>del</strong> Doctor Galarza, vas dos cuadras para abajo.<br />
–Esto queda en la esquina <strong>del</strong> Doctor Galarza.<br />
–Anda a la farmacia que está a la vuelta <strong>del</strong> Doctor Galarza.<br />
Y allá marchaba Javier. A cualquier hora que pasara por allí, con sol o con luna, el Doctor<br />
Galarza estaba siempre sentado en el zaguán de su casa, mate en mano, dando cumplida<br />
respuesta a los saludos <strong>del</strong> vecindario, buenos días, Doctor; buenas tardes, Doctor; buenas<br />
noches, Doctor.<br />
Ya Javier era hombre crecido, cuando se le ocurrió preguntar por qué el Doctor Galarza no<br />
tenía consultorio médico ni estudio jurídico. Y entonces se enteró. Doctor no era: se llamaba. Así<br />
había sido anotado en el Registro Civil: Doctor de nombre, Galarza de apellido.<br />
El papá quería un hijo con diploma, y aquel bebé no le pareció digno de confianza.<br />
El cumpleaños<br />
Cara de hormiga sonriente, ancas de rana, patas de pollo: Sally cumplía su primer año de<br />
vida en el mundo.<br />
El acontecimiento fue celebrado en grande. La madre, Beatriz Monegal, tendió en el piso un<br />
enorme mantel de flores bordadas, de origen inconfesable, y encendió la ve]¡ta en el mástil de la<br />
torta que había comprado, a pagar nunca, en El Emporio de los Sandwiches.<br />
En un santiamén desapareció la torta y se desató el bailongo, mientras la homenajeada<br />
dormía profundamente, envuelta en ropa limpia y almidonada, dentro de una canasta de<br />
verdulería.<br />
A las tres menos cuarto de la madrugada, cuando ya no quedaba ni una gota de vino en las<br />
damajuanas, Beatriz tomó sus últimas fotografías, apagó la radio, echó a la gente y recogió de<br />
apuro todas sus pertenencias.<br />
A las tres en punto, sonó la sirena policial. Beatriz había invadido aquella casona hacía un<br />
par de meses, junto a sus muchos hijos y a su más reciente amor, que era fornido y bueno para<br />
abrir casas a patadas. Cuando entraron los policías, con orden de desalojo, ya Beatriz había<br />
iniciado su nueva peregrinación.<br />
Ella iba por el medio de la calle, tirando de las varas de un carro lleno de niños y de trapos,<br />
seguida por su hombre y sus hijos mayores. Iba en busca de otra casa para invadir, y su risa<br />
rompía el silencio de la noche de Montevideo.<br />
La revelación<br />
Un ciudadano recién llegado al mundo estaba durmiendo, desnudo, en la cuna.<br />
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