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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

nuevo y divertidísimo. Era una helada noche de invierno, la ciudad estaba envuelta en escarcha,<br />

pero él agradecía esos aires <strong>del</strong> trópico.<br />

Leonardo demoró un buen rato en darse cuenta de que estaba cargando una valija, y que la<br />

valija pesaba más que un cementerio completo. Entonces cruzó la calle, atravesó el campo baldío<br />

y se sentó sobre la valija, de espaldas contra una pared.<br />

El frío no lo dejaba dormir. Cuando se levantó, a la luz de la luna vio que esa pared estaba<br />

llena de cicatrices: había garabatos y palabras, corazones flechados, promesas de amor y<br />

agravios de desamor, y hasta alguna calumnia (La María tiene celulitis).<br />

Y Leonardo pudo leer, también, unas letras medio borroneadas, que preguntaban:<br />

Y entonces, ¿dónde estabas? ¿Diciendo qué palabras? ¿Hablando con qué gente?<br />

Exiliados<br />

Habían pasado ya unos cuantos años desde el fin de la guerra de España, pero todavía los<br />

vencidos la continuaban, en las tardes, discutiendo a gritos en los cafés de Montevideo; y en las<br />

noches consolaban la derrota en las vinerías, cantando, abrazados, sus canciones de las<br />

trincheras.<br />

Uno de los exiliados, que había peleado en el frente republicano desde 'el principio hasta el<br />

fin, me contaba la guerra, paso a paso, en la cocina de su casa. Las batallas ocurrían sobre el<br />

mantel.<br />

Las cucharitas, el azucarero y las tazas de café con leche señalaban las posiciones de los<br />

milicianos y de las tropas de Franco. Un cuchillo se inclinaba y disparaba un cañonazo, que<br />

volteaba el tarro de mermelada, rojo de sangre. Los vasos, los tanques, avanzaban rodando sobre<br />

las tostadas, que aplastadas crujían. Los aviones de Hitler arrojaban naranjas y panes que<br />

estremecían la mesa y arrasaban los escarbadientes, que eran la infantería. En aquella mesa <strong>del</strong><br />

desayuno, me dolían en los oídos y en el alma los truenos de las bombas, la tormenta de la<br />

metralla y los aullidos de las víctimas.<br />

La trama <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

Tenía cinco años cuando se fue. Creció en otro país, habló otra lengua. Cuando regresó, ya<br />

había vivido mucha vida.<br />

Felisa Ortega llegó a la ciudad de Bilbao, subió a lo alto <strong>del</strong> monte Artxanda y anduvo el<br />

camino, que no había olvidado, hacia la casa que había sido su casa.<br />

Todo le parecía pequeño, encogido por los años; y le daba vergüenza que los vecinos<br />

escucharan los golpes de tambor que le sacudían el pecho.<br />

No encontró su triciclo, ni los sillones de mimbre de colores, ni la mesa de la cocina donde<br />

su madre, que le leía cuentos, había cortado de un tijeretazo al lobo que la hacía llorar. Tampoco<br />

encontró el balcón, desde donde había visto los aviones alemanes que iban a bombardear<br />

Guernica.<br />

Al rato, los vecinos se animaron a decírselo: no, esta casa no era su casa. Su casa había<br />

sido aniquilada. Ésta que ella estaba viendo se había construido sobre las ruinas.<br />

Entonces, alguien apareció, desde el fondo <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong>. Alguien que dijo:<br />

–Soy Elena.<br />

Se gastaron abrazándose.<br />

Mucho habían corrido, juntas, en aquellas arboledas de la infancia.<br />

Y dijo Elena:<br />

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