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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />
La cucharita, su secreto tesoro, su única herencia, había sido de los abuelos de sus<br />
abuelos, mucho antes de que Gambia, su país, fuera un país.<br />
Esa última venta les dio algún bocado que comer.<br />
–Pero ella se apagó –cuenta Lamin.<br />
La madre ya no pudo levantarse más. Ya no hubo fuego en el centro de la casa.<br />
El desierto<br />
Cuando el mundo estaba empezando a ser mundo, Tunupa, la montaña, perdió a su hijo, y<br />
ella vengó la muerte regando sobre la tierra la leche agria de sus pechos. La estepa andina,<br />
inundada, se convirtió en un infinito desierto de sal.<br />
El salar de Uyuni, nacido de aquel rencor, traga a los caminantes; pero Román Morales se<br />
lanzó a atravesarlo, desde las orillas donde las llamas y las vicuñas detienen su paso.<br />
A poco andar perdió de vista las últimas señales <strong>del</strong> mundo.<br />
Pasaron las horas, los días, las noches, mientras crujían los cristales de sal bajo sus botas.<br />
Quería volver, pero no sabía cómo, y quería seguir, pero no sabía adónde. Por mucho que<br />
se restregara los ojos, no conseguía encontrar ningún horizonte. Ciego de luz blanca, caminaba<br />
sin ver más que la blanca nada <strong>del</strong> fulgor de la sal.<br />
Cada paso dolía.<br />
Román había perdido la cuenta <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong>.<br />
Varias veces se desplomó. Y varias veces fue despertado a patadas por el hielo de la noche<br />
o por el fuego <strong>del</strong> día, y se alzó y siguió caminando, con piernas que no eran sus piernas.<br />
Cuando lo encontraron, tumbado cerca de la aldea de Altucha, hacía rato que la sal había<br />
devorado sus botas a mordiscones y no quedaba ni una gota de agua en las cantimploras.<br />
Resucitó de a poco. Y cuando se convenció de que no estaba en el cielo, ni en el infierno,<br />
Román se preguntó: ¿Quién habrá cruzado ese desierto?<br />
El campesino<br />
Angelo Giuseppe Roncalli, nacido y crecido en huerta pobre, no lloraba de emoción cuando<br />
evocaba su infancia campesina:<br />
–Los hombres –decía– tienen tres maneras de arruinarse la vida: las mujeres, los juegos de<br />
azar y la agricultura. Mi padre eligió la más aburrida.<br />
Pero él subía, cada día, a la Torre <strong>del</strong> Viento, la torre más alta <strong>del</strong> Vaticano, y allí se sentaba<br />
a mirar. Catalejo en mano, echaba una rápida ojeada sobre las calles y después buscaba las siete<br />
colinas de las afueras de Roma, donde la tierra es tierra todavía. Y en la contemplación <strong>del</strong> lejano<br />
verderío pasaba las horas, hasta que el deber lo obligaba a interrumpir la comunión.<br />
Entonces, Angelo se ponía el manto blanco, con su lapicera y su cruz al pecho, las únicas<br />
propiedades que tenía en este mundo, y regresaba al trono donde volvía a ser el papa Juan XXIII.<br />
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