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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

Mo<strong>del</strong>os<br />

Cuando se acercaba el fin <strong>del</strong> milenio, la prensa <strong>del</strong> Uruguay difundió la biografía de un<br />

exitoso compatriota, que brillaba con luz propia en los cielos de Internet. Muy fugaz resultó el<br />

fulgor de nuestra estrella <strong>del</strong> ciberespacio; pero, mientras duró, el presidente <strong>del</strong> país nos exhortó<br />

a todos a seguir su ejemplo.<br />

Este empresario ejemplar había sido un niño prodigio. A los seis años de edad, alquilaba<br />

sus juguetes a los amigos <strong>del</strong> barrio, con tarifas por hora o por día. Y a los diez años, ya había<br />

fundado una empresa de seguros y un banco: aseguraba útiles escolares contra robos y<br />

accidentes y prestaba dinero, con una razonable tasa de interés, a sus compañeritos de clase.<br />

Tecnología de punta<br />

Ya hace casi medio siglo que Levi Freisztav se vino a la Patagonia.<br />

Llegó por casualidad o por curiosidad. Caminando estas tierras y estos aires, descubrió que<br />

sus padres se habían equivocado de mapa. Y se quedó para siempre.<br />

Estaba recién llegado cuando consiguió trabajo en un proyecto de hidroponía. Un doctor de<br />

por aquí había leído esa novedad en alguna revista, y había decidido ponerla en práctica.<br />

Levi cavaba, clavaba y sudaba montando, día tras día, la complicada estructura de cristales,<br />

hierros y tubos acanalados que era necesaria para cultivar lechugas en el agua. Si lo hacen en los<br />

Estados Unidos por algo será, decía el doctor, es una fija, no puede fallar, esa gente está a la<br />

vanguardia de la Civilización, la tecnología es la llave de la riqueza, nosotros llevamos varios<br />

siglos de atraso, hay que correr para ponerse al día.<br />

En aquellos <strong>tiempo</strong>s, Levi era todavía un hombre <strong>del</strong> asfalto, de esos que creen que los<br />

tomates nacen <strong>del</strong> plato y se quedan bizcos cuando ven un pollo crudo y caminando. Pero un día,<br />

contemplando las inmensidades de la Patagonia, se le ocurrió preguntar:<br />

–Oiga, doctor. ¿Valdrá la pena? ¿Valdrá la pena, con tanta tierra que hay?<br />

Perdió el trabajo.<br />

Ofertas<br />

Se parecía a Carlos Gar<strong>del</strong>, pero después de la caída <strong>del</strong> avión. Tosía, ajustaba el nudo <strong>del</strong><br />

pañuelo que le protegía la garganta. El pañuelo había sido blanco alguna vez. –¡Yo no vendo<br />

nada! –roncaba.<br />

Estaba parado sobre un banquito, frente a la Caja de Jubilaciones de Montevideo. En las<br />

manos sostenía una caja de cartón, atada con piolines desflecados como él.<br />

Algunos curiosos se acercaban, todos viejos o muy viejos. También el Pepe Barrientos, que<br />

siempre andaba dando vueltas por la ciudad, metió la nariz. Poquito a poco, los curiosos se iban<br />

haciendo gentío.<br />

–¡Yo no vendo nada!, repetía el hombre.<br />

Y cuando llegó el momento, con ampuloso gesto alzó la caja de cartón y la ofreció a los<br />

cielos:<br />

–Yo no vendo nada, señoras y señores! Porque esto... ¡esto no tiene precio!<br />

Los ancianos se apretujaron, ansiosos, mientras aquellos huesudos dedós desataban, muy<br />

lentamente, con parsimonia de amante que demora el goce, los piolines que ataban el misterio.<br />

Y la caja se abrió.<br />

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