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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />
Adentro, había celofanes de colores, anudados en forma de mariposas.<br />
Cada celofán era un cambio de vida. Había cambios verdes, azules, lilas, rojos, amarillos...<br />
–¡A voluntad! –roncó el pregonero–. ¡Usted paga lo que pueda y se lleva una vida nueva!<br />
¡Es un regalo, señoras y señores! ¡Más cuesta una botella de vino que contiene veneno, cárcel,<br />
manicomio...!<br />
Marketing<br />
Salim Harari siempre tenía a mano una bolsita llena de pimienta, infalible arma de Oriente<br />
para arrojar a los ojos de los ladrones; pero ni los ladrones entraban. La tienda, La Llndalinda,<br />
estaba tan vacía como los estómagos de sus nueve hijos.<br />
Salim había venido, desde la lejana Damasco, a vender géneros en la ciudad de Rafaela.<br />
Jamás se daba por vencido: el limonero no daba frutos y él ataba limones a las ramas; ningún<br />
cliente aparecía y él arrojaba metros y metros de telas a la calle:<br />
–¡Aquí se regala todo!<br />
Le llegaban noticias de que un barco se había hundido en el río Paraná y él regaba con<br />
agua sus satenes, percales y tafetas, y a gritos los ofrecía:<br />
–¡Las telas rescatadas <strong>del</strong> naufragio!<br />
Pero ni así. No había manera. La gente pasaba, nadie se asomaba.<br />
Largo fue el <strong>tiempo</strong> de la desgracia. Cada día era peor que el anterior y mejor que el<br />
siguiente, hasta que una noche Salim frotó una lamparita quemada y recibió la visita de un duende<br />
venido desde su remoto país. Y el duende le reveló la fórmula mágica: había que cobrar entrada.<br />
Y entonces, cambió la suerte. Todo el pueblo hacía cola.<br />
El banquero ejemplar<br />
John Pierpont Morgan Junior era dueño <strong>del</strong> banco más poderoso <strong>del</strong> mundo y de otras<br />
ochenta y ocho empresas. Como estaba muy ocupado, se había olvidado de pagar sus<br />
impuestos.<br />
Llevaba tres años sin pagar, desde el estallido de la crisis de 1929. Cuando se supo,<br />
ardieron de furia las multitudes arruinadas por la catástrofe de Wall Street y se desató un<br />
escándalo en todo el país.<br />
Para cambiar su imagen de banquero rapaz, el empresario recurrió al experto en relaciones<br />
públicas <strong>del</strong> circo Ringling Brothers.<br />
El experto le recomendó contratar a un fenómeno de la naturaleza, Lya Graf, una mujer de<br />
treinta años, que medía sesenta y ocho centímetros de alto pero no tenía cara ni cuerpo de<br />
enana.<br />
Así se lanzó una gigantesca campaña de publicidad, centrada en una foto. La foto mostraba<br />
al banquero en su trono, cara de buen papá, con esa miniatura humana sentada en sus rodillas. El<br />
símbolo <strong>del</strong> poder financiero amparando a la población, encogida por la crisis: ésa era la idea.<br />
No funcionó.<br />
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