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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

Un río fluye, entonces, a lo largo <strong>del</strong> cielo: el suave oleaje, olas de alas, va dejando, a su<br />

paso, un esplendor de color naranja en las alturas. Las mariposas vuelan sobre montañas y<br />

praderas y playas y ciudades y desiertos.<br />

Pesan poco más que el aire. Durante los cuatro mil kilómetros de travesía, unas cuantas<br />

caen volteadas por el cansancio, los vientos o las lluvias; pero las muchas que resisten aterrizan,<br />

por fin, en los bosques <strong>del</strong> centro de Méxicoo.<br />

Allí descubren ese reino jamás visto, que desde lejos las llamaba.<br />

Para volar han nacido: para volar este vuelo. Después, regresan a casa. Y allá en el norte,<br />

mueren.<br />

Al año siguiente, cuando llega el otoño, millones y millones de mariposas inician su largo<br />

viaje...<br />

Los emigrantes, ahora<br />

Desde siempre, las mariposas y las golondrinas y los flamencos vuelan huyendo <strong>del</strong> frío,<br />

año tras año, y nadan las ballenas en busca de otra mar y los salmones y las truchas en busca de<br />

sus ríos. Ellos viajan miles de leguas, por los libres caminos <strong>del</strong> aire y <strong>del</strong> agua.<br />

No son libres, en cambio, los caminos <strong>del</strong> éxodo humano. En inmensas caravanas, marchan<br />

los fugitivos de la vida imposible.<br />

Viajan desde el sur hacia el norte y desde el sol naciente hacia el poniente.<br />

Les han robado su lugar en el mundo. Han sido despojados de sus trabajos y sus tierras.<br />

Muchos huyen de las guerras, pero muchos más huyen de los salarios exterminados y de los<br />

suelos arrasados.<br />

Los náufragos de la globalización peregrinan inventando caminos, queriendo casa,<br />

golpeando puertas: las puertas que se abren, mágicamente, al paso <strong>del</strong> dinero, se cierran en sus<br />

narices. Algunos consiguen colarse. Otros son cadáveres que la mar entrega a las orillas<br />

prohibidas, o cuerpos sin nombre que yacen bajo tierra en el otro mundo adonde querían llegar.<br />

Sebastiáo Salgado los ha fotografiado, en cuarenta países, durante varios años. De su largo<br />

trabajo, quedan trescientas imágenes. Y las trescientas imágenes de esta inmensa desventura<br />

humana caben, todas, en un segundo. Suma solamente un segundo toda la luz que ha entrado en<br />

la cámara, a lo largo de tantas fotografías: apenas una guiñada en los ojos <strong>del</strong> sol, no más que un<br />

instantito en la memoria <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong>.<br />

La historia que pudo ser<br />

En el mes de marzo <strong>del</strong> año 2000, sesenta haitianos se lanzaron a las aguas <strong>del</strong> mar<br />

Caribe, en un barquito de morondanga.<br />

Los sesenta murieron ahogados.<br />

Como era una noticia de rutina, nadie se enteró.<br />

Los tragados por las aguas habían sido, todos, cultivadores de arroz.<br />

Desesperados, huían.<br />

En Haití, los campesinos arroceros se han convertido en balseros o en mendigos, desde que<br />

el Fondo Monetario Internacional prohibió la protección que el estado brindaba a la producción<br />

nacional.<br />

Ahora Haití compra el arroz en los Estados Unidos, donde el Fondo Monetario Internacional,<br />

que es bastante distraído, se ha olvidado de prohibir la protección que el estado brinda a la<br />

producción nacional.<br />

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