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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

A principios de siglo, ya dolida de muchas averías, la nave quedó atrapada en el puerto de<br />

Paysandú, y allí estuvo prisionera, durante cuarenta años, por no sé qué enmarañado pleito por<br />

algún contrato no cumplido.<br />

En 1942, fue reflotada. Y nuevamente cambió de nombre. Llamándose Clara, volvió a la<br />

mar. Zarpó con un cargamento de mil toneladas de sal.<br />

A poco andar, cuando Clara estaba saliendo <strong>del</strong> río de la Plata, una nube gigante, en forma<br />

de cigarro, se elevó desde el horizonte. Mala señal: el viento pampero embistió la nave, la rompió<br />

en pedazos y arrojó a tierra sus despojos. Clara cayó muerta en la playa Las Delicias, a los pies<br />

de una casa. Ésa era la casa de veraneo de Lorenzo Marcenaro, el hombre que la había<br />

bautizado por tercera vez, allá en el dique de Paysandú.<br />

Desde entonces, ninguna nave se atreve a cambiar de nombre en estas aguas <strong>del</strong> sur. La<br />

mar es libre; pero sus hijas no.<br />

La mar<br />

Rafael Alberti ya llevaba casi un siglo en el mundo, pero estaba contemplando la bahía de<br />

Cádiz como si fuera la primera vez.<br />

Desde una terraza, echado al sol, perseguía el vuelo sin apuro de las gaviotas y de los<br />

veleros, la brisa azul, el ir y venir de la espuma en el agua y en el aire.<br />

Y se volvió hacia Marcos Ana, que callaba a su lado, y apretándole el brazo dijo, como si<br />

nunca lo hubiera sabido, como si recién se enterara:<br />

–Qué corta es la vida.<br />

El castigo<br />

Reina y señora fue la ciudad de Cartago, en las costas <strong>del</strong> África. Sus guerreros llegaron a<br />

las puertas de Roma, la rival, la enemiga, y a punto estuvieron de aplastarla bajo las patas de sus<br />

caballos y sus elefantes.<br />

Unos años después, Roma se vengó. Cartago fue obligada a entregar todas sus armas y<br />

sus naves de guerra, y aceptó la humillación <strong>del</strong> vasallaje y el pago de tributos. Todo aceptó<br />

Cartago, inclinando la cabeza. Pero cuando Roma mandó que los cartagineses abandonaran la<br />

mar y se marcharan a vivir tierra adentro, lejos de la costa, porque la mar era la causa de su<br />

arrogancia y de su peligrosa locura, ellos se negaron a irse: eso sí que no, eso sí que nunca. Y<br />

Roma maldijo a Cartago, y la condenó al exterminio. Y allá marcharon las legiones.<br />

Cercada por tierra y por agua, la ciudad resistió tres años. Ya no quedaba agujero por<br />

raspar en los graneros, y habían sido devorados hasta los monos sagrados de los templos:<br />

olvidada por sus dioses, habitada por espectros, Cartago cayó. Seis días y seis noches duró el<br />

incendio. Después, los legionarios romanos barrieron las cenizas humeantes y regaron la tierra<br />

con sal, para que nunca más creciera allí nada ni nadie.<br />

La ciudad de Cartagena, en las costas de España, es hija de aquella Cartago. Y es nieta de<br />

Cartago la ciudad de Cartagena de Indias, que mucho después nació en las costas de América.<br />

Una noche, charlando bajito, Cartagena de Indias me confió su secreto: me dijo que si alguna vez<br />

la obligaran a irse lejos de la mar, también ella elegiría morir, como murió la abuela.<br />

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