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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

Maya López atrapó la pelota y la guardó bajo llave. Dijo que Chema era un peligro para los<br />

muebles, para la casa, para el barrio y para la ciudad de México y lo obligó a ponerse los zapatos,<br />

a sentarse como es debido y a hacer las tareas para la escuela.<br />

–Las reglas son las reglas –dijo.<br />

Cherna alzó la cabeza:<br />

–Yo también tengo mis reglas –dijo. Y dijo que, en su opinión, una buena madre debía<br />

obedecer las reglas de su hijo:<br />

–Que me dejes jugar todo lo que yo quiera, que me dejes andar descalzo, que no me<br />

mandes a la escuela ni a nada parecido, que no me obligues a dormir temprano y que cada día<br />

nos, mudemos de casa.<br />

Y mirando al techo, como quien no quiere la cosa, agregó:<br />

–Y que seas mi novia.<br />

La buena salud<br />

En alguna parada, un enjambre de muchachos invadió el ómnibus.<br />

Venían cargados de libros y cuadernos y chirimbolos varios; y no paraban de hablar ni de<br />

reír. Hablaban todos a la vez a los gritos, empujándose, zarandeándose, y se reían de todo y de<br />

nada.<br />

Un señor increpó a Andrés Bralich, que era uno de los más estrepitosos:<br />

–Qué te pasa, nene? ¿Tenpés la enfermedad de la risa?<br />

A simple vista se podía comprobar que todos los pasajeros de aquel ómnibus habían sido,<br />

ya, sometidos a tratamiento, y estaban competamente curados.<br />

El maestro<br />

Los alumnos de sexto grado, en una escuela de Montevideo, habían organizado un<br />

concurso de novelas.<br />

Todos participaron.<br />

Los jurados éramos tres. El maestro Oscar, puños raídos, sueldo de fakir, más una alumna,<br />

representante de los autores, y yo.<br />

En la ceremonia de premiación, se prohibió la entrada de los padres y demás adultos. Los<br />

jurados dimos lectura al acta, que destacaba los méritos de cada uno de los trabajos. El concurso<br />

fue ganado por todos, y APRA cada premiado hubo una ovación, una lluvia de serpentinas y una<br />

medallita donada por el joyero <strong>del</strong> barrio.<br />

Después, el maestro Oscar me dijo:<br />

–nos sentimos tan unidos, que me dan ganas de dejarlos a todos repetidores.<br />

Y una de las alumnas, que había venido a la capital desde un pueblo perdido en el campo,<br />

se quedó charlando conmigo. Me dijo que ella, antes, no hablaba ni una palabra, y riendo me<br />

explicó que el problema era que ahora no se podía callar. Y me dijo que quería al maestro, lo<br />

quería muuuucho, porque él le había enseñado a perder el miedo de equivocarse.<br />

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