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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

–Perdón, pero aquí estamos discutiendo un asunto grave.<br />

En ese rincón aparte, Tom y Zó Fernando no se dijeron ni una sola palabra. Zé Fernando<br />

estaba en un día muy jodido, uno de esos días que habría que arrancar <strong>del</strong> almanaque y expulsar<br />

de la memoria, y Tom lo acompañaba callando cervezas. Así estuvieron, música <strong>del</strong> silencio,<br />

desde el mediodía hasta el fin de la tarde.<br />

Ya no quedaba nadie cuando se marcharon los dos, caminando despacito.<br />

La palabra<br />

En la selva <strong>del</strong> Alto Paraná, un camionero me advirtió que tuviera cuidado:<br />

–Ojo con los salvajes –me dijo–. Todavía andan algunos sueltos por aquí. Por suerte,<br />

quedan pocos. Ya los están encerrando en el zoológico.<br />

Él me lo dijo en idioma castellano. Pero no era ésa su lengua de cada día. El camionero<br />

hablaba en guaraní, en la lengua de esos salvajes que él temía y despreciaba.<br />

Cosa rara: el Paraguay habla el idioma de los vencidos. Y cosa más rara, todavía: los<br />

vencidos creen, siguen creyendo, que la palabra es sagrada. La palabra mentida insulta lo que<br />

nombra, pero la palabra verdadera revela el alma de cada cosa. Creen los vencidos que el alma<br />

vive en las palabras que la dicen. Si te doy mi palabra, me doy. La lengua no es un basurero.<br />

La carta<br />

Enrique Buenaventura estaba bebiendo ron en una taberna de Cali, cuando un desconocido<br />

se acercó a la mesa. El hombre se presentó, era de oficio albañil, perdone el atrevimiento,<br />

disculpe la molestia:<br />

–Necesito que me escriba una carta. Una carta de amor.<br />

–Yo?<br />

–Me han dicho que usted puede.<br />

Enrique no era especialista, pero hinchó el pecho. El albañil aclaró que él no era analfabeto:<br />

–Yo puedo escribir, yo sé. Pero una carta así, no sé. –––¿Y para quién es la carta?<br />

–Para... ella.<br />

–¿Y usted qué quiere decirle?<br />

–Si lo sé, no le pido.<br />

Enrique se rascó la cabeza.<br />

Esa noche, puso manos a la obra.<br />

Al día siguiente, el albañil leyó la carta:<br />

–Eso –dijo, y le brillaron los ojos–. Eso era. Pero yo no sabía que era eso lo que yo quería<br />

decir.<br />

Las cartas<br />

Juan Ramón Jiménez abrió el sobre en su cama <strong>del</strong> sanatorio, en las afueras de Madrid.<br />

Leyó la carta, admiró la fotografía. Gracias a sus poemas, ya no estoy sola. ¡Cuánto he<br />

pensado en usted!, confesaba Georgina Hübner, la desconocida admiradora que le escribía,<br />

desde lejos, su primera misiva. Olía a rosas el papel rosado, y estaba pintada de rosáceas<br />

anilinas la foto de la dama que sonreía, hamacándose, en el rosedal de Lima.<br />

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