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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

Sí, le dije. Era.<br />

Gerardo Gatti, con esa cara de bondad crónica y sin remedio, era un gran arquero. Y<br />

también sabía jugar al ataque.<br />

Cuando nos encontramos en Hamburgo, Agee había roto con la CIA, una dictadura militar<br />

gobernaba el Uruguay y Gerardo había sido secuestrado, torturado, asesinado y desaparecido.<br />

Pérdidas<br />

En Guatemala, en plena dictadura militar, la hija de don Francisco fue capturada en la sierra<br />

de Chuacús. A la madrugada, un oficial <strong>del</strong> ejército la arrastró hasta la casa de su padre.<br />

El oficial interrogó a don Francisco: –<br />

–¿Está mal lo que hacen los guerrilleros? –<br />

–Sí. Está mal.<br />

––¿Y qué hay que hacer con ellos?<br />

Don Francisco no contestó.<br />

–Hay que matarlos? –preguntó el oficial.<br />

Don Francisco seguía callado, mirando el suelo.<br />

Su hija estaba de rodillas, encapuchada, maniatada, con una pistola clavada en la cabeza.<br />

–¿Hay que matarlos? –insistió el oficial. Y otra vez. Y don Francisco no decía nada.<br />

Antes de que la bala volara la cabeza de la muchacha, ella lloró. Bajo la capucha, lloró.<br />

–Lloró por él –cuenta Carlos Beristain.<br />

Ausencias<br />

Mil colores luce la muerte en el cementerio de Chichicastenango. Quizá los colores<br />

celebran, en las tumbas florecidas, el fin de la pesadilla terrestre: este mal sueño de mandones y<br />

mandados que la muerte acaba cuando de un manotazo nos desnuda y nos iguala.<br />

Pero en el cementerio no hay lápidas de 1982, ni de 1983, cuando fue el <strong>tiempo</strong> de la gran<br />

matazón en las comunidades indígenas de Guatemala. El ejército arrojó esos cuerpos a la mar, o<br />

a las <strong>bocas</strong> de los volcanes, o los quemó en quién sabe qué fosas.<br />

Los alegres colores de las tumbas de Chichicastenango saludan a la muerte, la Igualadora,<br />

que con igual cortesía trata al mendigo y al rey. Pero en el cementerio no están los que murieron<br />

por querer que así también fuera la vida.<br />

Encuentros<br />

Llevaba poco <strong>tiempo</strong> en la fábrica, cuando una máquina le mordió la mano. Se le había<br />

escapado un hilo: queriendo atraparlo, Héctor fue atrapado.<br />

Y no escarmentó. Héctor Rodríguez se pasó la vida buscando hilos perdidos, fundando<br />

sindicatos, juntando a los dispersos y arriesgando la mano y todo lo demás en el oficio de tejer lo<br />

que el miedo destejía.<br />

Creciéndose en el castigo, atravesó los años de las listas negras y los años de la cárcel y<br />

todo lo demás. Cuando llegó el último de sus días, muchos fuimos a esperarlo a las puertas <strong>del</strong><br />

cementerio. Héctor iba a ser enterrado en la colina que se alza sobre la playa <strong>del</strong> Buceo.<br />

Llevábamos allí un largo rato, aquel mediodía gris y de mucho viento, cuando unos obreros <strong>del</strong><br />

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