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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />
A los pasajeros, los pasajeros que su cuerpo contenía, no les importaba nada ese despiste.<br />
Todos estaban muy ocupados bebiendo, comiendo, fumando, charlando y bailando, porque en el<br />
avión de su cuerpo había espacio de sobra, sonaba buena música y nada estaba prohibido.<br />
Tampoco ella estaba preocupada. Había olvidado su destino, pero las alas, sus brazos<br />
desplegados, rozaban la luna y giraban entre las estrellas, dando vueltas por el cielo, y era muy<br />
divertido eso de andar atravesando la noche hacia ningún lugar.<br />
Helena despertó en la cama, en el aeropuerto.<br />
Instrucciones de vuelo<br />
El médico, Oriol Vaf, se iba. Había estado un buen <strong>tiempo</strong> allí, en el pueblo de Ajoya,<br />
perdido en la sierra, compartiendo los trabajos y los días de la gente, y era llegada la hora de<br />
partir.<br />
Dijo adiós, casa por casa. Y en el minúsculo dispensario de la comunidad, se detuvo a<br />
explicar el asunto a María <strong>del</strong> Carmen, que tanto lo había ayudado.<br />
–Me vuelvo a España, doña María.<br />
–¿Y está lejos España?<br />
Ella no había llegado nunca más allá <strong>del</strong> río Gavilanes. Oriol le garabateó un mapa, para<br />
que se hiciera una idea. Había que cruzar la mar, la mar entera.<br />
–Ha de ser un barco muy grande, para tanta agua.<br />
Él intentó explicar, con las palabras y las manos. Y María <strong>del</strong> Carmen, que nunca había<br />
visto, ni de lejos, un avión, lo interrumpió:<br />
–Sí, sí, ya entendí. Lo que usted quiere decirme es que va a viajar dormido en el viento.<br />
El tren<br />
–Es muy fuerte –anunció el padre–. Como doscientos bueyes de tiro.<br />
El hijo, Simón de la Pava, vio un gran chorro de humo alzándose en el horizonte.<br />
Al rato, apareció la poderosa bestia. Venía creciendo desde lejos. Rugía. Aullaba.<br />
Cuando el niño la vio venir, aterrorizado, quiso escapar; pero el padre no le soltó la mano.<br />
Un chirrido de fierros, largo quejido, y el tren paró. Simón y su padre marcharon desde el<br />
valle de Ibagué hasta la meseta de Bogotá, <strong>del</strong> calor al fresco y <strong>del</strong> fresco al frío.<br />
El viaje no terminaba nunca.<br />
Resoplando, muerto de sed, el tren bebía ríos de agua en cada estación. Después, llorando,<br />
sudando vapores por la barriga, continuaba su traqueteo cuesta arriba.<br />
Los pasajeros llegaron a destino extenuados y cubiertos de hollín y de polvo.<br />
Mientras el padre recogía las valijas, Simón se acercó a la locomotora.<br />
Ella jadeaba. Él le dio unas palmaditas de gratitud en el anca caliente.<br />
Los pasajeros<br />
A través de los campos y los <strong>tiempo</strong>s, marchaba el tren desde Sevilla hacia Morón de la<br />
Frontera. Y a través de la ventana, el poeta Julio Vélez contemplaba, con ojos cansados, las<br />
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