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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />
En un largo y crudo invierno, el lago se había congelado. Se había hecho hielo de pronto,<br />
sin aviso, y las garzas habían quedado atrapadas por las patas. Al cabo de muchos días y<br />
muchas noches de batir alas con todas sus fuerzas, las garzas prisioneras habían conseguido, por<br />
fin, alzar vuelo, pero con lago y todo. Se llevaron el lago helado y con él anduvieron por los cielos.<br />
Cuando el lago se derritió, cayó. Y allá lejos quedó.<br />
Yo miraba las nubes. Supongo que no tenía cara de muy convencido, porque el hombre<br />
preguntó, con cierto fastidio:<br />
–Y si hay platos voladores, dígame usted, ¿por qué no va a haber lagos voladores? ¿Eh?<br />
El albatros<br />
Vive en el viento. Vuela siempre, volando duerme.<br />
El viento no lo cansa ni lo gasta. Es de vida larga: a los sesenta años, sigue dando vueltas y<br />
más vueltas alrededor <strong>del</strong> mundo.<br />
El viento le anuncia de dónde vendrá la tempestad y le dice dónde está la costa. Él nunca se<br />
pierde, ni olvida el lugar donde nació; pero la tierra no es lo suyo, ni la mar tampoco. En el suelo,<br />
sus patas cortas caminan mal, y en el agua se aburre.<br />
Cuando el viento lo abandona, espera. A veces el viento demora, pero siempre vuelve: lo<br />
busca, lo llama, y se lo lleva. Y él se deja llevar, se deja volar, con sus alas enormes planeando en<br />
el aire.<br />
Andando soles<br />
Desde la frontera, Gustavo de Mello me llamó:<br />
–Venite –me dijo.<br />
Don Félix estaba allí. Estaba llegando o estaba yéndose, que eso nunca se sabía.<br />
Tampoco se sabía la edad. Mientras nos bajábamos una botella de vino tinto, me confesó<br />
noventa años. Algún añito se sacaba, según Gustavo; pero Félix Peyrallo Carbajal no tenía<br />
documentos:<br />
–Nunca tuve. Por no perderlos –me dijo, mientras encendía un cigarrillo y echaba unos<br />
aritos de humo.<br />
Sin documentos, y sin más ropa que la que llevaba puesta, había andado de país en país,<br />
de pueblo en pueblo, todo a lo largo <strong>del</strong> siglo y todo a lo ancho <strong>del</strong> mundo.<br />
Don Félix iba dejando, a su paso, relojes de sol. Este raro uruguayo que no era jubilado ni<br />
quería serlo, vivía de eso: hacía cuadrantes, relojes sin máquinas, y los ofrecía a las plazas de los<br />
pueblos. No por medir el <strong>tiempo</strong>, costumbre que le parecía un agravio, sino por el puro gusto de<br />
acompañar los pasos <strong>del</strong> sol sobre la tierra.<br />
Cuando nos encontramos, en la ciudad de Rivera, ya don Félix estaba empezando a<br />
sentirse muy bien. Eso lo tenía preocupado. La tentación de quedarse le daba la orden de irse:<br />
–iLo nuevo, lo nuevo, lo nuevo! –chilló, golpeteando la mesa con sus manos de niño.<br />
En ese lugar, como en todos los lugares, estaba de paso. Él siempre llegaba para partir.<br />
Venía de cien países y de doscientos relojes de sol, y se iba cuando se enamoraba, fugitivo <strong>del</strong><br />
peligro de echar raíz en una cama o en una casa.<br />
Para irse, prefería el amanecer. Cuando el sol estaba viniendo, se iba. No bien se abrían las<br />
puertas de la estación de trenes o autobuses, don Félix echaba al mostrador los pocos billetes<br />
que había juntado, y mandaba:<br />
–Hasta donde llegue.<br />
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