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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

Después, se supo. El zumbido era el eco de la explosión que había dado origen al universo.<br />

Aquella vibración de la antena no venía de los mosquitos, sino <strong>del</strong> estallido que había fundado el<br />

<strong>tiempo</strong> y el espacio y los astros y todo lo demás. Y quizá, quién sabe, digo yo, el eco estaba<br />

todavía ahí, resonando en el aire, porque quería ser escuchado por nosotros, terrestres<br />

personitas, que también somos ecos de aquel remoto llanto <strong>del</strong> universo recién nacido.<br />

El precio <strong>del</strong> progreso<br />

Apolo, sol de los griegos, era el dios de la música.<br />

Él había inventado la lira, que humillaba a las flautas, y pulsando la lira trasmitía a los<br />

mortales los secretos de la vida y de la muerte.<br />

Un día, el más músico de sus hijos descubrió que las cuerdas de tripa de buey sonaban<br />

mejor que las cuerdas de lino.<br />

A solas con su lira, Apolo probó la invención. Hizo vibrar el nuevo cordaje y confirmó que era<br />

superior.<br />

Entonces, el dios se regaló la boca con néctar y ambrosía, alzó su arco de guerra, apuntó al<br />

hijo y desde lejos le partió el pecho de un flechazo.<br />

Flautas<br />

Bailar la vida, comer la vida: la ciudad de Sibaris, al sur de lo que ahora llamamos Italia,<br />

estaba consagrada a la música y a la buena mesa.<br />

Pero los sibaritas quisieron ser guerreros, tuvieron sueños de conquista; y Sibaris fue<br />

aniquilada. Crotona, la ciudad enemiga, la borró <strong>del</strong> mapa hace veinticinco siglos.<br />

A orillas <strong>del</strong> golfo de Tarento, ocurrió la batalla final.<br />

Los sibaritas, educados en la música, fueron por la música vencidos.<br />

Cuando la caballería de Sibaris se lanzó a la carga, los soldados de Crotona desenvainaron<br />

sus flautas. Los caballos reconocieron la melodía, cortaron el galope en seco, se alzaron en dos<br />

patas y se pusieron a bailar. No era el momento más oportuno, dadas las circunstancias, pero los<br />

caballos siguieron bailando, según era su gusto y costumbre, mientras sus jinetes huían y las<br />

flautas no dejaban de sonar.<br />

El baile<br />

Helena bailaba dentro de una caja de música, donde las damas de miriñaque y los<br />

caballeros de peluca giraban y hacían reverencias y seguían girando. Aquellos trompos de<br />

porcelana eran un poco ridículos pero simpáticos, y daba placer deslizarse con ellos en la espiral<br />

de la música, hasta que en una voltereta Helena tropezó, cayó y se rompió.<br />

El golpe la despertó. El pie izquierdo le dolía mucho. Quiso levantarse, no podía caminar.<br />

Tenía el tobillo muy inflamado.<br />

–Me caí en otro país –me confesó– y en otro <strong>tiempo</strong>. Pero no se lo dijo al médico.<br />

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