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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />
Ella negó con la cabeza. En sus manos, como en un cáliz, resplandecía un zapallito. Era el<br />
primer zapallito de su cosecha particular.<br />
–Es todo suyo –dijo.<br />
Las uvas<br />
No eran estallidos de celebración, eran ruidos de guerra. La metralla y las bombas aturdían<br />
el cielo de Zagreb, atravesado por las balas trazadoras.<br />
Moría el año viejo y Yugoslavia moría, mientras Fran Sevilla terminaba de trasmitir a Madrid,<br />
a Radio Nacional, su última crónica <strong>del</strong> año.<br />
Fran colgó el teléfono y miró el reloj, a la luz de un encendedor. Tragó saliva. Él estaba solo,<br />
en un hotel vacío, sin más compañía que los alaridos de las sirenas y los truenos <strong>del</strong> bombardeo,<br />
y faltaban pocos minutos para que naciera el año nuevo. Los fogonazos de la guerra, que se<br />
metían por la ventana, eran la única luz de la habitación.<br />
Recostado en la cama, Fran arrancó doce uvas de un racimo. Y a la medianoche en punto,<br />
las comió.<br />
Mientras comía las uvas, una tras otra, iba dando doce golpecitos, con un tenedor, en una<br />
botella de buen vino Rioja que se había traído de España.<br />
Eso de los golpecitos en la botella lo había aprendido de su padre, cuándo Fran era niño y<br />
vivía en las orillas de Madrid, en un barrio que no tenía campanas.<br />
El vino<br />
Lucila Escudero no se daba por enterada de su edad. Ya había enterrado a siete hijos y<br />
seguía mirando el mundo con ojos de recién llegada. Deambulaba por los tres patios de su casa<br />
de Santiago de Chile, tres selvitas que ella regaba cada día; y después de charlar con sus plantas,<br />
se marchaba a caminar por las calles <strong>del</strong> vecindario, sorda a sus penas y a sus achaques y a<br />
todas las tristes voces <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong>.<br />
Lucila creía en el Paraíso, y sabía que se lo merecía, pero se sentía mucho mejor en casa.<br />
Para despistar a la muerte, dormía cada noche en un lugar diferente. Nunca le faltaba algún<br />
tataranieto para ayudarla a correr la cama, y de oreja a oreja sonreía pensando en el chasco que<br />
se llevaría la Parca cuando viniera a buscarla.<br />
, Entonces, encendía el último cigarrillo <strong>del</strong> día, en su larga boquilla labrada, llenaba una<br />
copa de tinto <strong>del</strong> valle <strong>del</strong> Maipo y entraba en el sueño bebiendo el vino de a sorbitos, un buche<br />
por cada amén, mientras rezaba los padrenuestros y las avemarías.<br />
La vinería<br />
Se llamaba Las telitas, por las telarañas que la araña Ramona tejía en el techo, sin<br />
descanso, dando ejemplo de laboriosidad a los vecinos <strong>del</strong> puerto de Montevideo.<br />
Era verdulería durante el día y vinería en la noche. Bajo las estrellas, los nocheros bebíamos<br />
y cantábamos y charlábamos.<br />
Las deudas se anotaban en una pared, detrás <strong>del</strong> mostrador.<br />
–Esa pared se cae de sucia –comentaban los clientes, como al pasar, entre trago y trago.<br />
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