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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

El traje, un tweed inglés, había sido el único lujo en toda la vida <strong>del</strong> finado. Él se lo había<br />

mandado hacer, de medida, para vestir su muerte, cuando ya le volaban cerca las lechuzas y vio<br />

que estaba por llegar al finalmente.<br />

Herencia, no dejó. Nada. La familia, que siempre había vivido en la pobreza, no notó la<br />

diferencia.<br />

Muchos años después, Nicola Di Sábato asistió al desentierro de su tío.<br />

Poco había quedado <strong>del</strong> difunto: los huesos y el traje en jirones.<br />

El traje estaba todo relleno de dinero.<br />

Los billetes, muchos miles de billetes, ya no valían nada.<br />

El candidato ejemplar<br />

No lloraba evocando su infancia desvalida, no besaba a los niños, no firmaba autógrafos ni<br />

se fotografiaba junto a los inválidos. No prometía nada. No infligía interminables discursos a los<br />

electores. No tenía ideas de izquierda, ni de derecha, pero tampoco de centro. Era insobornable,<br />

despreciaba el dinero, aunque se relamía notoriamente ante los ramos de flores.<br />

En las elecciones de 1996, encabezaba las encuestas. Era el candidato favorito a la alcaldía<br />

<strong>del</strong> pueblo de Pilar, y su fama crecía en todo el nordeste <strong>del</strong> Brasil. La gente, harta de los políticos<br />

que mienten hasta cuando dicen la verdad, confiaba en este joven bóvido artiodáctilo,<br />

vulgarmente llamado chivo, de color blanco y barba al tono. En sus actos públicos, Federico<br />

bailaba, erguido en dos patas, y hacía convincentes cabriolas al ritmo de la banda que lo<br />

acompañaba por los barrios.<br />

En vísperas de su victoria, amaneció muerto. Tenía la barba roja de sangre seca. Había sido<br />

envenenado.<br />

El voto y el veto<br />

Corría el año 1916, año de elecciones en la Argentina. En el pueblo de Campana, se votaba<br />

en la trastienda <strong>del</strong> almacén de ramos generales.<br />

José Gelman, de profesión carpintero, fue el primero en llegar. Iba a votar por primera vez<br />

en la vida, y el deber cívico le hinchaba el pecho. Aquella mañana, iba a ingresar en la<br />

democracia este inmigrante venido <strong>del</strong> otro lado <strong>del</strong> mundo, que no había conocido nada más que<br />

el despotismo militar de la lejana Ucrania.<br />

Cuando José estaba metiendo su voto en la urna, voto por el Partido Radical, una voz ronca<br />

le paralizó la mano: –Te estás equivocando de montón –advirtió la voz.<br />

Por entre las rejas de la ventana, asomó el caño de una escopeta. El caño apuntó al montón<br />

correcto, donde estaban las listas <strong>del</strong> Partido Conservador.<br />

El precio de la democracia<br />

Doris Haddock, obrera jubilada, caminó desde Los Ángeles hasta Washington: una tortuga<br />

atravesó los Estados Unidos, de costa a costa.<br />

Ella se echó al camino para denunciar la venta de la democracia a los millonarios que pagan<br />

las campañas de los políticos; y a su paso, etapa por etapa, iba arengando a la gente.<br />

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