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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

Fábricas<br />

Corría el año 1964, y el dragón <strong>del</strong> comunismo internacional abría sus siete fauces para<br />

comerse a Chile.<br />

La publicidad bombardeaba a la opinión pública con imágenes de iglesias quemadas,<br />

campos de concentración, tanques rusos, un muro de Berlín en pleno centro de Santiago y<br />

guerrilleros barbudos llevándose a los niños.<br />

Hubo elecciones.<br />

El miedo venció. Salvador Allende fue derrotado. En esos días de dolor, yo le pregunté qué<br />

era lo que le había dolido más. Y Allende me contó lo que había ocurrido ahí nomás, en una casa<br />

vecina, en el barrio de Providencia. La mujer que allí se deslomaba trabajando de cocinera,<br />

limpiadora y niñera a cambio de un sueldito, había metido en una bolsa de plástico toda la ropa<br />

que tenía y la había enterrado en el jardín de sus patrones, para que no la despojaran los<br />

enemigos de la propiedad privada.<br />

El encapuchado<br />

Seis años después, a contramiedo, la izquierda ganó las elecciones en Chile.<br />

–No podemos permitir... –advirtió Henry Kissinger.<br />

Al cabo de mil días, un cuartelazo bombardeó el palacio de gobierno, empujó a la muerte a<br />

Salvador Allende, fusiló a muchos más y salvó a la democracia asesinándola.<br />

En la ciudad de Santiago, el estadio de fútbol fue convertido en cárcel.<br />

Miles de presos, sentados en las tribunas, esperaban que se decidiera su destino.<br />

Un encapuchado recorría las gradas. Nadie le veía la cara; él veía las caras de todos. Esa<br />

mirada disparaba balas: el encapuchado, un socialista arrepentido, caminaba, se detenía y<br />

señalaba con el dedo. Los hombres por él marcados, que habían sido sus compañeros,<br />

marchaban a la tortura o iban al muere.<br />

Los soldados lo llevaban atado, con una soga al cuello.<br />

–Ese encapuchado parece perro –decían los presos.<br />

–Pero no es –decían los perros.<br />

El profesor<br />

En el patio, un ruido de botas con espuelas. Desde lo alto de las botas, tronó la voz de<br />

Alcibíades Britez, jefe de policía <strong>del</strong> Paraguay, un servidor de la patria que cobraba los sueldos y<br />

recibía las raciones de los policías difuntos.<br />

Desnudo, tirado boca abajo sobre el charco de su sangre, el prisionero reconoció la voz.<br />

Ésta no era su primera estadía en el infierno. Lo interrogaban, o sea, lo metían en la máquina de<br />

picar carne humana, cada vez que los estudiantes o los campesinos sin tierra hacían alboroto y<br />

cada vez que aparecía la ciudad de Asunción llena de panfletos para nada cariñosos con la<br />

dictadura militar.<br />

La bota lo pateó, lo hizo rodar. Y la voz <strong>del</strong> jefe sentenció:<br />

–El profesor Bernal... Vergüenza debía darte. Mira el ejemplo que les das a los muchachos.<br />

Los profesores no están para armar líos. Los profesores están para formar ciudadanos.<br />

–Eso hago –balbuceó Bernal.<br />

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