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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

Una clase de Economía política<br />

Los sones <strong>del</strong> organito anunciaban que el barquillero estaba llegando al barrio. Estaban<br />

hechos de trigo y de aire, y de música también, aquellos barquillos crujientes que nos hacían agua<br />

la boca.<br />

La cantidad de barquillos dependía de la suerte. A cambio de una moneda, echabas a girar<br />

un disco, hasta que la aguja señalaba tu número de la fortuna: <strong>del</strong> cero al veinte, si mal no<br />

recuerdo, recibías nada, poco, mucho o un banquete.<br />

Nunca olvidaré mi primera vez. Yo pagué mi moneda, me alcé en puntas de pie y puse a<br />

girar el disco. Cuando el disco se detuvo, alcancé a ver que la aguja apuntaba al veinte. Y<br />

entonces el barquillero metió un dedo, y sentenció:<br />

–Cero.<br />

En vano protesté.<br />

Yo ya era capaz de contar hasta veinte con ayuda de las dos manos, pero no sabía un<br />

pepino de Economía política. Aquella fue mi primera lección.<br />

El obrero ejemplar<br />

La pócima Z no es una novedad tecnológica en la era de la globalización laboral, sino un<br />

antiguo secreto de las tradiciones de Haití.<br />

Así se aplica:<br />

En la noche, las abejas alimentadas con la pócima Z clavan sus dardos en el cuerpo de<br />

alguien que duerme.<br />

Al amanecer, el inoculado no consigue levantarse.<br />

Al mediodía, se apaga como una vela.<br />

Al atardecer, sus queridos lo llevan, en andas, al cementerio.<br />

A la medianoche, el difunto abre su tumba y vuelve al mundo.<br />

El regresado, convertido en zombi, ha perdido la pasión y la memoria. Trabaja sin horario ni<br />

salario, moliendo caña o alzando paredes o cargando leña, los ojos idos, callada la boca: no se<br />

queja jamás, ni exige nada, ni pide siquiera.<br />

La mujer ejemplar<br />

Vivió obedeciendo al mandato bíblico y a la tradición histórica.<br />

Ella barría, lustraba, enjabonaba, enjuagaba, planchaba, cosía y cocinaba.<br />

A las ocho en punto de la mañana servía el desayuno, con una cucharada de miel para el<br />

eterno ardor de garganta de su marido. A las doce en punto servía el almuerzo, consomé, puré de<br />

papas, pollo hervido, duraznos en almíbar; y a las ocho en punto la cena, con el mismo menú.<br />

Jamás se atrasó, jamás se a<strong>del</strong>antó. Comía en silencio, porque no era mujer opinativa ni<br />

preguntativa, mientras el marido contaba hazañas presentes y pasadas.<br />

Después de la cena, se demoraba lavando lentamente los platos, y entraba en la cama<br />

rogando a Dios que él estuviera dormido.<br />

Para entonces ya se habían difundido bastante la máquina lavarropas, la aspiradora<br />

eléctrica y el orgasmo fe<br />

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