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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

Horacio acudió a la oficina correspondiente. Lo atendió un ingeniero. El ingeniero consultó<br />

unos enigmáticos mapas, y respondió que el servicio eléctrico ya estaba funcionando en esa<br />

zona.<br />

–Sí, funciona –reconoció Horacio–. Funciona en el bosque. Los árboles están felices.<br />

El ingeniero se indignó y sentenció:<br />

––¿Sabe cuál es su problema? La arrogancia. Con esa arrogancia, usted no va a conseguir<br />

nunca nada en la vida. Y le señaló la salida.<br />

Horacio se retiró, cerró la puerta.<br />

Pero en seguida el ingeniero escuchó: toc–toc.<br />

Horacio estaba allí, arrodillado, humillando la cabeza:<br />

–Usted, ingeniero, que ha tenido la suerte de poder estudiar... –<br />

–Levantesé, levantesé. –Usted que tiene un título...<br />

–Levantesé, por favor.<br />

–Comprenda mi situación, ingeniero. Yo quisiera aprender aleen...<br />

Horacio no interrumpió la letanía hasta que la luz eléctrica llegó a su casa.<br />

La actriz<br />

Hace más de medio siglo, la Comedia Nacional llevó Bodas de sangre a los campos de<br />

Salto.<br />

Esta obra de Federico García Lorca venía desde otros campos, lejanos campos de<br />

Andalucía. Era una tragedia de familias enemigas: una boda rota, una novia robada, dos hombres<br />

que se acuchillaban por una mujer. La madre de uno de los muertos exigía a su vecina:<br />

—¿Te quieres callar? No quiero llantos en esta casa. Tus lágrimas son lágrimas de los ojos,<br />

nada más.<br />

Margarita Xirgu era, en escena, esa madre altiva y dolida. Cuando se apagaron los<br />

aplausos, un peón de estancia se acercó a Margarita y le–dijo, sombrero en mano, la cabeza<br />

gacha:<br />

–Le acompaño el sentimiento. Yo también perdí un hijo.<br />

Esos aplausos<br />

Desde que García Lorca había caído, acribillado a balazos, en los albores de la guerra<br />

española, La zapatera prodigiosa no aparecía en los escenarios de su país. Muchos años habían<br />

pasado cuando los teatreros <strong>del</strong> Uruguay llevaron esa obra a Madrid.<br />

Actuaron con alma y vida.<br />

Al final, no recibieron aplausos. El público se puso a patear el suelo, a toda furia; y los<br />

actores no entendían nada. China Zorrilla lo contó:<br />

–Nos quedamos pasmados. Un desastre. Era para ponerse a llorar.<br />

Pero después, estalló la ovación. Larga, agradecida. Y los actores seguían sin entender.<br />

Quizás aquel primer aplauso con los pies, aquel trueno sobre la tierra, había sido para el<br />

autor. Para el autor, fusilado por rojo, por marica, por raro. Quizás había sido una manera de<br />

decirle: para que sepas, Federico, lo vivo que estás.<br />

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