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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

El guerrero<br />

En 1991, los Estados Unidos, que venían de invadir Panamá, invadieron Irak porque Irak<br />

había invadido Kuwait. Timothy McVeigh fue diseñado para matar, y programado para esa guerra.<br />

En los cuarteles lo instruyeron. Los manuales mandaban gritar:<br />

–¡La sangre hace crecer la hierba!<br />

Con ese propósito ecologista, el mapa de Irak fue regado de sangre. Los aviones arrojaron<br />

bombas como en cinco hiroshimas, y luego los tanques enterraron vivos a los heridos. El sargento<br />

McVeigh machacó a unos cuantos en aquellas arenas. Enemigos con uniforme, enemigos sin:<br />

–Son daños colaterales –le dijeron que dijera. Y lo condecoraron con la Estrella de Bronce.<br />

Al regreso, no fue desenchufado. En Oklahoma, liquidó a 168. Entre sus víctimas, había<br />

mujeres y niños:<br />

–Son daños colaterales –dijo.<br />

Pero no le pusieron otra medalla en el pecho. Le pusieron una inyección en el brazo. Y fue<br />

desactivado.<br />

Tierra que arde<br />

En la madrugada <strong>del</strong> 13 de febrero de 1991, dos bombas inteligentes reventaron una base<br />

militar subterránea en un barrio de Bagdad.<br />

Pero la base militar no era una base militar. Era un refugio, lleno de gente que dormía. En<br />

pocos segundos, se convirtió en una gran hoguera. Cuatrocientos ocho civiles murieron<br />

carbonizados. Entre ellos, cincuenta y dos niños y doce bebés.<br />

Todo el cuerpo de Khaled Mohamed era una llaga ardiente. Creyó que estaba muerto, pero<br />

no. Abriéndose paso, a tientas, consiguió salir. Él no veía. El fuego le había pegado los párpados.<br />

Tampoco el mundo veía. La televisión estaba ocupada exhibiendo los nuevos mo<strong>del</strong>os de<br />

las máquinas de matar que esta guerra estaba lanzando al mercado.<br />

Cielo que truena<br />

Después de Irak, fue Yugoslavia.<br />

Desde lejos, desde México, Aleksander escuchaba por teléfono la furia de la guerra sobre<br />

Belgrado. Cuando los teléfonos funcionaban, a veces sí, a veces no, él recibía la voz de Slava<br />

Lalicki, su madre, que apenas se hacía oír entre el estrépito de las bombas y el alarido de las<br />

sirenas.<br />

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