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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

–Por fin encuentro a alguien que está de acuerdo conmigo –dijo el patrón, desde lo alto <strong>del</strong><br />

caballo, y se alejó trotando en el polvo.<br />

Testigos no hubo, más que el caballo, que ya es muerto. Del peón, comido por las hormigas<br />

y los soles, no se guardó ni el nombre: sólo quedaron los huesos, con los brazos en cruz, sobre la<br />

tierra roja. Y don Carmen no era hombre de andar hablando de estas cuestiones, porque la<br />

propiedad privada forma parte de la vida privada, y la vida privada es cosa de uno.<br />

Sin embargo, Alfredo Armas Alfonzo lo contó. Él estuvo sin estar, y vio sin ver, como vio<br />

cuanta cosa ocurrió, desde que el mundo es mundo, en el vasto valle que el río Unare parte por la<br />

mitad.<br />

Carne de caza<br />

Arnaldo Bueso cumplía quince años.<br />

Sus mayores le festejaron el cumpleaños con una gran cacería en el bosque, a orillas <strong>del</strong> río<br />

Ajagual. Por ser su primera vez, le asignaron un puesto en la retaguardia. Lo dejaron en algún<br />

lugar de la espesa arboleda, con instrucciones de no moverse de allí. Y allí se quedó, mirando al<br />

rifle 22 que lo miraba, mientras los cazadores soltaban sus perros y lanzaban al galope sus<br />

caballos.<br />

Se alejaron los ladridos, se desvanecieron los ruidos.<br />

El rifle colgaba de una larga correa atada a la rama de un árbol.<br />

Arnaldo no se atrevía a tocarlo. Acostado, con las manos en la nuca, se distraía<br />

contemplando al pajarerío que revoloteaba en la fronda. La espera fue larga. Arrullado por los<br />

pájaros, se durmió.<br />

Lo despertó el estrépito <strong>del</strong> follaje roto. Quedó paralítico <strong>del</strong> susto. Alcanzó a ver que un<br />

enorme venado se le venía encima, en estampida: el venado saltó, se enredó con la correa <strong>del</strong><br />

fusil y,Arnaldo escuchó un balazo. El animal cayó fulminado.<br />

Todo el pueblo de Santa Rosa de Copán celebró la hazaña. Era algo jamás visto: un certero<br />

disparo desde abajo, en pleno salto, directo al corazón.<br />

Unos cuantos años después, en su casa, Arnaldo interrumpió una animada rueda de ron con<br />

sus amigos. Pidió silencio, como para iniciar un discurso. Señaló la enorme cornamenta que daba<br />

fe de la primera y última gloria de su vida de cazador, y confesó:<br />

–Fue suicidio.<br />

Carne de agravio<br />

Un hombre solo, prisionero <strong>del</strong> deseo, caminaba en la intemperie. Las suaves colinas <strong>del</strong><br />

campo, no lejos de Montevideo, se hinchaban en perturbadoras curvas de pechugas o muslos.<br />

Paco miraba a lo alto, queriendo fugarse de la tentación carnal, pero también el cielo negaba paz<br />

a sus ojos: allá arriba las nubes se movían de a pasitos, se hamacaban, se ofrecían.<br />

La hermana de Paco, Victoria, dueña de la chacra, le había advertido:<br />

–No. Guiso de gallina, no. Las gallinas no se tocan. Pero Paco Espínola había estudiado a<br />

los griegos, y algo sabía de estas cosas <strong>del</strong> destino. Sus piernas caminaron hacia el territorio<br />

prohibido y él, obediente a las voces de la fatalidad, se dejó llevar.<br />

Largo rato después, Victoria lo vio venir. A paso lento, Paco traía un bulto que se<br />

balanceaba, colgado de una mano. Cuando Victoria se dio cuenta de que el bulto era una gallina<br />

difunta, le salió al cruce, hecha una furia.<br />

Paco exigió silencio. Y contó la verdad.<br />

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