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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />
–Mire, mire.<br />
Y Dante descubrió un sietecolores, un pajarito de esos que jamás se ven en Montevideo,<br />
aleteando sobre el lago. Ella contó que había querido comprar unos prismáticos, por lo mucho que<br />
le gustaba espiar a los pájaros libres, pero el dinero no daba. Un domingo, en la feria de Tristán<br />
Narvaja, había encontrado este aparato, arrumbado entre otros trastos viejos, y por unos pocos<br />
pesos se lo había quedado.<br />
El sietecolores revoloteaba al tuntún, y el telescopio perseguía esa alegría <strong>del</strong> aire.<br />
El rey<br />
En un parque de Gijón, desde las copas de los árboles, alguien grita.<br />
Cuando ya no se escucha nada más que los susurros de la brisa en el follaje, rompe el<br />
silencio este grito que suena como un alarido humano.<br />
Es el grito de la noche <strong>del</strong> pavo real.<br />
Durante el día, él pasea sus resplandores. Arrastrando su larga cola de plumas, siempre<br />
vestido de fiesta, se pavonea el pavo. Cuando gira sobre sí mismo y despliega la cola, frondosa<br />
corona verdiazul, la luz de su belleza encanta a los caminantes y humilla a las otras aves <strong>del</strong><br />
parque.<br />
Los patos, ánades, cisnes, gansos, palomas y gorriones vuelan juntos o juntos caminan o<br />
navegan por el lago; juntos charlan, comen, duermen. Pero el pavo real vive sin nadie, lejos de los<br />
demás pavos reales, y con nadie se junta. A nadie mira el que nació para ser mirado.<br />
Cuando llega la noche, y ya la gente se ha ido, él vuela hacia la alta rama de algún árbol<br />
vacío, y se echa a dormir. Solo.<br />
Entonces, grita.<br />
Historia <strong>del</strong> arte<br />
–¡Mira, papá! ¡Bueyes!<br />
Marcelino Sautuola echó atrás la cabeza. Y a la luz <strong>del</strong> farol, vio. No eran bueyes. En el<br />
techo de la caverna, manos maestras habían pintado bisontes, ciervos, caballos y jabalíes.<br />
Poco después, Sautuola publicó un folleto sobre esas pinturas que había encontrado, de la<br />
mano de su hija, en la cueva de Altamira. Eran, según él, obras prehistóricas.<br />
De todas partes acudieron espeleólogos, arqueólogos, paleontólogos, antropólogos: nadie le<br />
creyó. Se dijo que el autor de las pinturas era un artista francés, amigo de Sautuola, o algún otro<br />
chistoso de la vanguardia estética europea.<br />
Después, se supo. Aquellos remotos cazadores <strong>del</strong> paleolítico no sólo habían perseguido a<br />
los animales. Por conjuro contra el hambre y contra el miedo, o por el puro y simple porque sí,<br />
también habían perseguido a la belleza que huía.<br />
Memoria de la piedra<br />
En las profundidades de una cueva <strong>del</strong> río Pinturas, un cazador estampó en la piedra su<br />
mano roja de sangre. Él dejó su mano allí, en alguna tregua entre la urgencia de matar y el pánico<br />
de morir. Y algún <strong>tiempo</strong> después, otro cazador imprimió, junto a esa mano, su propia mano negra<br />
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