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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />
siempre al mismo ritmo, repitiendo siempre sus tres colores, uno tras otro; pero aquellos hombres<br />
de campo, indiferentes al paso de los automóviles y de la gente, no se aburrían <strong>del</strong> espectáculo.<br />
–El de aquella esquina es más lindo –aconsejaba uno.<br />
–Éste de aquí demora más –opinaba otro.<br />
Que se sepa, ninguno preguntó nunca para qué servían esos ojos mágicos, que<br />
parpadeaban sin cansarse nunca.<br />
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Wagner Adoum conducía su automóvil con la vista siempre clavada al frente, sin echar<br />
jamás ni una sola ojeada a los carteles que daban órdenes al borde de las calles de Quito y de las<br />
carreteras <strong>del</strong> país.<br />
–Yo nunca maté a nadie –decía–. Y si tengo los años que tengo y sigo vivo, es porque<br />
nunca hice el menor caso a los carteles.<br />
Gracias a eso, explicaba, se había salvado de morir por ahogo, indigestión, hemorragia o<br />
asfixia. Él no había bebido un océano de cocacolas, ni había comido una montaña de<br />
hamburguesas, ni se había cavado un cráter en la panza tragando millones de aspirinas, y había<br />
evitado que las tarjetas de crédito lo hundieran hasta los pelos en el pantano de las deudas.<br />
La calle<br />
¿Cuántos millones de personas caben en una sola calle?<br />
Aquel mediodía, todos los habitantes de Buenos Aires andaban por Florida, la única calle<br />
todavía caminable de la ciudad. Era un gentío de urbanoides escapados de sus envases, una<br />
multitud de piernas que caminaban muy apuradas, como si fuera a durar poco ese espacio de<br />
exilio en el reino de los motores.<br />
En medio de aquella muchedumbre, Rogelio García Lupo advirtió que un señor venía<br />
acercándose, trabajosamente, a los codazos, hacia él. El señor, de aspecto respetable, abrió los<br />
brazos; y Rogelio, sin <strong>tiempo</strong> para ponerse a pensar, fue abrazado y abrazó. La cara de ese señor<br />
le resultaba vagamente conocida. Rogelio no atinó más que a preguntar:<br />
––Quiénes somos?<br />
Mapa <strong>del</strong> mundo<br />
Yo estaba intentando descifrar el alboroto de los pájaros, en las arboledas de la Universidad<br />
de Stanford, cuando un viejo profesor se me acercó. El profesor, sabio en alguna especialidad<br />
científica, tenía mucha charla guardada. De lo suyo, sabía todo. Yo, que de aquello no sabía<br />
nada, nada entendía; pero él era simpático, hablaba suavemente y daba gusto escucharlo.<br />
A cierta altura, lo picó el bichito de la curiosidad y me preguntó de qué país venía. Le<br />
contesté; y por sus ojos, estupefactos, me di cuenta de que el nombre <strong>del</strong> Uruguay no le resultaba<br />
muy familiar. Yo ya estaba acostumbrado, pero el profesor fue amable y me hizo un comentario<br />
sobre las ropas típicas de mi país. Era evidente que el profesor confundía Uruguay con<br />
Guatemala, que en esos días había ocupado, por milagrosa excepción, los titulares de la prensa.<br />
Retribuí su gentileza haciéndome guatemalteco en el acto y sin chistar, y dije no sé qué cosa<br />
sobre la tormentosa historia de América Central.<br />
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