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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

El pie <strong>del</strong> afilador hacía girar la rueda de esmeril, que arrancaba una lluvia de chispas a las<br />

hojas de cuchillos, navajas y tijeras. Los chiquilines <strong>del</strong> barrio, un enjambre de admiradores,<br />

éramos el público <strong>del</strong> espectáculo.<br />

Como el organito anunciaba al barquillero, la flauta era el pregón <strong>del</strong> afilador.<br />

Los vecinos decían que si uno estaba pensando en algo y escuchaba el son de esa flauta,<br />

cambiaba de opinión en el acto.<br />

Ya casi no quedan afiladores en las calles de las ciudades, ya sus flautas no se meten por<br />

las ventanas. Otros sones suenan, músicas <strong>del</strong> miedo, y mucha es la gente que cambia de<br />

opinión en un instante.<br />

La peste<br />

El barco se deslizaba hacia el sur, en la mar serena, a lo largo de la costa sueca.<br />

Era una espléndida mañana de verano. Los pasajeros, sentados en cubierta, disfrutaban <strong>del</strong><br />

sol y de la suave brisa, mientras esperaban la hora <strong>del</strong> desayuno.<br />

De pronto, una muchacha corrió hacia la baranda y vomitó.<br />

Entonces, la señora que estaba a su lado hizo lo mismo. En seguida, dos hombres se<br />

levantaron y las imitaron. Y uno tras otro fueron vomitando los demás pasajeros de los asientos de<br />

proa.<br />

Los de la popa se reían de ese ridículo espectáculo; pero algunos no demoraron en meterse<br />

los dedos en la garganta, inclinándose sobre la mar en calma, y otros los siguieron.<br />

Nadie podía no vomitar.<br />

Víctor Klemperer estaba en uno de los últimos asientos. Para defenderse de la vomitadera<br />

general, se concentraba pensando en su próximo desayuno. el café con crema, la mermelada de<br />

naranja...<br />

Y a los de más atrás les llegó el turno. Vomitaron todos. Él también.<br />

Klemperer olvidó esta historia. Le volvió a la cabeza unos cuantos años después, en<br />

Alemania, mientras se hacía imparable el ascenso de Hitler.<br />

Alarma roja<br />

Tiene pánico a la invasión el país que nadie invade y que tiene la costumbre de invadir a los<br />

demás.<br />

En los años ochenta, el peligro se llamaba Nicaragua. El presidente Ronald Reagan<br />

fumigaba a la opinión pública con los gases <strong>del</strong> miedo. Mientras él hablaba por televisión<br />

denunciando la amenaza, el mapa se iba tiñendo de rojo a sus espaldas. El torrente de sangre y<br />

comunismo avanzaba por América Central, subía por México y entraba vía Texas a los Estados<br />

Unidos.<br />

La teleaudiencia no tenía la menor idea de dónde quedaba Nicaragua. Y tampoco sabía que<br />

ese país descalzo había sido arrasado por una dictadura de medio siglo, fabricada en<br />

Washington, y por un terremoto que borró <strong>del</strong> mapa media ciudad de Managua.<br />

La fuente <strong>del</strong> terror tenía, en total, cinco ascensores y una escalera mecánica, que no<br />

funcionaba.<br />

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