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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

Órdenes<br />

Ocurrió el once de setiembre <strong>del</strong> año 2001, cuando el avión secuestrado por los terroristas<br />

embistió la segunda torre de Nueva York.<br />

No bien la torre empezó a crujir, la gente huyó volando escaleras abajo.<br />

En plena fuga, resonaron de pronto los altavoces.<br />

Los altavoces mandaban que los empleados volvieran a sus puestos de trabajo.<br />

Se salvaron los que no obedecieron.<br />

El artillero<br />

El primer ministro de Israel tomó la decisión. Su ministro de Defensa la trasmitió. El jefe de<br />

estado mayor explicó que iba a aplicar quimioterapia contra los palestinos, que son un cáncer. El<br />

general de brigada declaró el toque de queda. El coronel ordenó el arrasamiento de los caseríos y<br />

de los campos sembrados. El comandante de división envió los tanques y prohibió el ingreso de<br />

ambulancias. El capitán dictó la orden de fuego. El teniente mandó que el artillero disparara el<br />

primer misil.<br />

Pero el artillero, ese artillero, no estaba. Yigal Bronner, último eslabón en la cadena de<br />

mandos, había sido enviado a prisión por negarse a la matanza.<br />

Otro artillero<br />

Había sido albañil desde la infancia. Cuando cumplió dieciocho años, el servicio militar lo<br />

obligó a interrumpir el oficio.<br />

Fue destinado a la artillería. Un día, en una práctica de tiro de cañón, le ordenaron disparar<br />

contra una casa vacía. Era una casa cualquiera, sola en medio <strong>del</strong> campo. Él había aprendido a<br />

tomar puntería, y todo lo demás; pero no pudo hacerlo. Y a los gritos le repitieron la orden; pero<br />

no. No hubo caso. No disparó.<br />

Él había construido muchas casas como ésa. Hubiera podido explicar que una casa tiene<br />

piernas, hundidas en la tierra, y tiene cara, como en los dibujos de los niños, ojos en las ventanas,<br />

boca en la puerta, y tiene en sus adentros el alma que le dejaron quienes la hicieron y la memoria<br />

de quienes la vivieron.<br />

Eso hubiera podido explicar, pero no dijo nada. Si lo hubiera dicho, lo hubieran fusilado por<br />

imbécil. Plantado en posición de firmes, se calló la boca; y fue a parar al calabozo.<br />

En un fogón de las sierras argentinas, en rueda de amigos, Carlo Barbaresi cuenta esta<br />

historia de su padre. Ocurrió en Italia, en <strong>tiempo</strong>s de Mussolini.<br />

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