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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />
Contestó por milagro. Él era un resto de él.<br />
El molino<br />
Nelly Delluci atravesó alambradas y pastizales en busca de un campo de concentración<br />
llamado La Escuelita, pero el ejército argentino no había dejado ni un ladrillo en pie.<br />
Toda la tarde anduvo buscando en vano. Y cuando más perdida estaba en el descampado,<br />
deambulando sin ton ni son, Nelly vio el molino. Lo descubrió de lejos. Al acercarse, escuchó la<br />
queja <strong>del</strong> molino azotado por el viento, y no tuvo dudas:<br />
–Es aquí.<br />
No se veía nada más que pasto alrededor, pero éste era el lugar. De pie frente al molino,<br />
Nelly reconoció el gemido que quince años antes la había acompañado y había acompañado a los<br />
demás presos, día tras día, noche tras noche, mientras eran triturados en la tortura.<br />
Y recordó: un coronel, harto de la letanía <strong>del</strong> molino, lo había mandado maniatar. Las aspas<br />
fueron atadas con varias vueltas de tiento. El molino siguió quejándose.<br />
Ecos<br />
Se fue, pero se quedó. Fray Tito estaba libre, exiliado en Francia, pero seguía preso en<br />
Brasil. Los amigos le decían lo que los mapas decían, que el país de sus verdugos quedaba lejos,<br />
al otro lado <strong>del</strong> océano, pero eso de nada servía: él era el país donde sus verdugos vivían.<br />
Estaba condenado a la cotidiana repetición de su infierno. Todo lo que había ocurrido, volvía<br />
a ocurrir. Durante más de tres años, sus torturadores no le dieron tregua. Fuera donde fuese, en<br />
los conventos de París y de Lyon o en los campos <strong>del</strong> sur de Francia, le pegaban patadas en el<br />
vientre y culatazos en la cabeza, le apagaban cigarrillos en el cuerpo desnudo y le metían picana<br />
eléctrica en los oídos y en la boca.<br />
Y no se callaban nunca. Fray Tito había perdido el silencio. En vano deambulaba buscando<br />
algún lugar, algún rincón <strong>del</strong> templo o de la tierra, donde no resonaran esos gritos atroces que no<br />
lo dejaban dormir, ni lo dejaban rezar las oraciones que antes habían sido su imán de Dios.<br />
Y ya no pudo más. Es mejor morir que perder la vida, fue lo último que escribió.<br />
El arquero<br />
Al mediodía, frente a los muelles de Hamburgo, dos hombres bebían y charlaban en una<br />
cervecería. Uno era Philip Agee, que había sido jefe de la CIA en el Uruguay. El otro era yo.<br />
El sol, no muy frecuente en aquellas latitudes, bañaba de luz la mesa.<br />
Entre cerveza y cerveza, pregunté por el incendio. Algunos años antes, el diario donde yo<br />
trabajaba, Época, había ardido en llamas. Yo quería saber si aquella había sido una gentileza de<br />
la CIA.<br />
No, me dijo Agee. El incendio había sido un regalo de la Divina Providencia. Y me contó:<br />
–Recibimos una tinta estupenda para achicharrar rotativas, pero no pudimos utilizarla.<br />
La CIA no había conseguido meter a ningún agente en el taller <strong>del</strong> diario, ni había podido<br />
reclutar a ninguno de nuestros obreros gráficos. Nuestro jefe de taller no dejaba pasar una. Era un<br />
gran arquero, reconoció Agee. A great goalkeeper.<br />
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