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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

arboledas y las casas que huían en ráfagas, mientras su memoria deambulaba por las geografías<br />

y los años.<br />

Sentado frente a Julio, iba un turista. El turista quería practicar su dificultosa lengua<br />

castellana, pero Julio andaba quién sabe por dónde, buscando alguna certeza que se le había ido,<br />

alguna palabra o mujer que se le había perdido.<br />

––¿Usted es andaluz? –preguntó el turista. Julio, ausente, asintió.<br />

Y el turista, intrigado, insistió:<br />

–Pero si es andaluz, ¿por qué está triste?<br />

¿Estás ahí?<br />

Dos trenes ingleses chocan entre sí, a la salida de la estación de Paddington.<br />

Un bombero se abre paso, a golpes de hacha, y entra en un vagón tumbado. A través <strong>del</strong><br />

humo, que agrega niebla a la niebla, puede ver a los pasajeros caídos unos sobre otros,<br />

maniquíes rotos en pedazos entre las maderas en astillas y los hierros retorcidos. La linterna<br />

recorre esos despojos buscando, en vano, algún signo de vida.<br />

No se escucha ni un gemido. Sólo rompen el silencio los timbrazos de los teléfonos móviles,<br />

que llaman y llaman y llaman desde los muertos.<br />

Accidente de tránsito<br />

Hasta bien entrado el siglo veinte, los camellos se ocupaban <strong>del</strong> transporte de gentes y<br />

cosas en la isla de Lanzarote.<br />

La estación, el Echadero de los Camellos, estaba en pleno centro <strong>del</strong> puerto de Arrecife.<br />

Leandro Perdomo pasaba siempre por allí, en su infancia, camino de la escuela. Veía muchos<br />

camellos, echados o de pie. Una mañana contó cuarenta, pero él no era bueno en matemáticas.<br />

En aquellos años, la isla flotaba fuera <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong>, mundo antes <strong>del</strong> mundo, y la gente tenía<br />

<strong>tiempo</strong> para perder el <strong>tiempo</strong>.<br />

Los camellos iban y venían, a paso lento, a través de las inmensidades <strong>del</strong> desierto de lava<br />

negra. No tenían horario, ni hora de salida ni hora de llegada, pero salían y llegaban. Y nunca<br />

hubo accidentes. Nunca, hasta que un camello sufrió un súbito ataque de nervios y arrojó por los<br />

aires a su pasajera. La infortunada se partió la cabeza contra una piedra.<br />

El camello enloqueció porque se le cruzó en el camino una rara cosa que tosía, echaba<br />

humo y andaba sin patas. El primer automóvil había llegado a la isla.<br />

Rojo, amarillo, verde<br />

De la noche a la mañana, ocurrió: unos palos con tres ojos brotaron en las esquinas de la<br />

calle principal. Nunca se había visto nada semejante en el pueblo de Quaraí, ni en toda esa región<br />

de la frontera.<br />

De a caballo, venidos de lejos, acudían los curiosos. Ataban los caballos en las afueras, por<br />

no molestar el tránsito, y se sentaban a contemplar la novedad. Mate en mano, el termo bajo el<br />

brazo, esperaban la noche, porque en la noche las luces eran más luces y daba gusto quedarse y<br />

mirar, como quien mira las estrellas naciendo en el cielo. Las luces se encendían y se apagaban<br />

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