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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />
–¡Provocadores!<br />
–¡Usurpadores!<br />
–¡Traidores!<br />
–¡Asesinos! . .<br />
Los argumentos iban y venían. El combate ideológico fue subiendo de tono, hasta que los<br />
polemistas pasaron a los puños y golpeándose cayeron en la fosa abierta.<br />
Doña Purezinha, la viuda, alzaba los brazos implorando respeto al difunto.<br />
Seguramente ella no sabía que Monteiro Lobato estaba muriéndose de nuevo, pero<br />
muriéndose de risa. Era él quien dirigía la trifulca.<br />
Una botella a la deriva<br />
Aquella mañana, Jorge Pérez perdió el trabajo. No recibió ninguna explicación, no hubo<br />
anestesia: de buenas a primeras, en un santiamén, fue echado de su empleo de muchos años en<br />
la refinería de petróleo.<br />
Se echó a caminar. Caminó sin saber por qué, sin saber adónde, obedeciendo a sus<br />
piernas, que estaban más vivas que él. A la hora en que nada ni nadie hacen sombra en el<br />
mundo, las piernas lo fueron llevando a lo largo de la costa sur de Puerto Rosales.<br />
En un recodo, vio una botella. Presa entre los juncos, la botella estaba cerrada con tapón y<br />
lacre. Parecía un regalo de Dios, para consuelo de su desdicha, pero Jorge la limpió de barro y<br />
descubrió que no estaba llena de vino, sino de papeles.<br />
La dejó caer y siguió caminando.<br />
A poco andar, volvió sobre sus pasos.<br />
Rompió el pico de la botella contra una piedra y adentro encontró unos dibujos, algo<br />
borroneados por el agua que se había filtrado. Eran dibujos de soles y gaviotas, soles que<br />
volaban, gaviotas que brillaban. También había una carta, que había venido desde lejos,<br />
navegando por la mar, y estaba dirigida a quien encuentre este mensaje:<br />
Hola, soy Martín.<br />
Yo tengo ocho anios.<br />
A mí me gustan los niogís, los huebos fritos y el color berde.<br />
A mí me gusta dibujar.<br />
Yo busco un amigo por los caminos <strong>del</strong> agua.<br />
Los caminos <strong>del</strong> agua<br />
Le cayó muy simpático. Caetano no lo conocía. El muchacho, que andaba por la playa<br />
vendiendo cangrejos, lo invitó a dar una vuelta en sú barca.<br />
–Me gustaría –dijo Caetano–, pero no puedo. Tengo cosas que hacer. Compras, trámites...<br />
Fueron. En barca fueron al mercado y al banco y al correo y a otros lugares. A lo largo de la<br />
costa, desde las orillas, penetraron la ciudad; y por el puro gusto de mirarla, se demoraban<br />
flotando en la mar serena.<br />
Y así ocurrió el segundo descubrimiento de San Salvador de Bahía. Una ciudad era la<br />
ciudad caminada, ese barullo que jamás se queda quieto, y muy otra era la ciudad navegada.<br />
Caetano Veloso nunca la había andado así, desde lo mojado, desde lo callado.<br />
A la caída de la tarde, la barca devolvió a Caetano a la playa donde lo había recogido. Y<br />
entonces, él quiso saber cómo se llamaba ese muchacho que le había revelado la otra ciudad que<br />
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