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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

Tamborerías<br />

Como los sueños, el tambor suena en la noche.<br />

En las Américas, las sublevaciones de los esclavos se incubaban de día, al golpe <strong>del</strong> látigo,<br />

y estallaban de noche, al golpe <strong>del</strong> tambor.<br />

Cuando los franceses quemaron vivo al rebelde Makandal, que alborotaba a los negros de<br />

Haití, fueron los tambores quienes anunciaron que él se había fugado, convertido en mosquito,<br />

desde la hoguera.<br />

Los amos no entendían el lenguaje de los toques, pero bien sabían que esos sones brujos<br />

eran capaces de contar las noticias prohibidas y que llamaban a los dioses secretos o al Diablo en<br />

persona, que al ritmo <strong>del</strong> tambor bailaba con cascabeles en los tobillos.<br />

Los amos no sabían, nunca supieron, que en las noches de luna llena el tambor se golpeaba<br />

a sí mismo, sin ninguna mano. Y entonces, cuando el tambor tocaba el tambor, los muertos se<br />

levantaban a escuchar el prodigio.<br />

El piano<br />

Cuando la ciudad de Tarija estaba habitada por catorce mil novecientos cincuenta<br />

mandados y cincuenta mandones, la única mandona que no tenía piano era doña Beatriz Arce de<br />

Baldiviezo.<br />

Un tío preocupado le envió, desde París, un Steinway de gran cola, para que ella recuperara<br />

su color y su respiración y se dejara de vivir roja de envidia y ahogada en suspiros.<br />

Metido en un inmenso cajón, el piano viajó en barco, en tren, y después en hombros. Fue<br />

cargado a pulso, Bolivia adentro: cuarenta peones se abrieron paso a través de las serranías,<br />

inventando puentes, escaleras y caminos, con aquella mole encima. Cinco meses llevó el atroz<br />

subibaja por barrancos y quebradas, hasta que por fin el regalo llegó, sin un rasguño, a la casa de<br />

doña Beatriz.<br />

No era un piano cualquiera. Aquel Steinway, bautizado por las manos de Franz Liszt, lucía<br />

los premios que le habían otorgado varios reinos de Europa.<br />

Pasaron los años y las gentes. Con el <strong>tiempo</strong>, Tarija creció y cambió.<br />

Y un día, doña María Nidi Baldiviezo, que había recibido el piano en herencia, salió <strong>del</strong><br />

consultorio médico con diagnóstico de cáncer.<br />

De la fortuna familiar ya sólo quedaban el piano y la nostalgia, y doña María puso el piano<br />

en venta, para pagarse el viaje y el tratamiento en Houston.<br />

Recibió la primera oferta desde Japón. Ella se negó. La segunda propuesta vino desde los<br />

Estados Unidos, y ella no la aceptó. El tercer comprador llamó desde Alemania, y ella no hizo<br />

caso. Y lo mismo ocurrió con los interesados que acudieron desde Buenos Aires, La Paz y Santa<br />

Cruz. La vendedora decía no a los precios bajos y a los precios altos y a los <strong>del</strong> medio también.<br />

Desde su lecho de enferma, doña María reunió a los musiqueros, los teatreros, los<br />

imagineros y demás eros de Tarija, y les propuso:<br />

–Denme lo que tengan, y se quedan con el Steinway. Doña María murió sin viaje y sin<br />

tratamiento.<br />

El piano no quería irse de Tarija. Allí había encontrado querencia, y allí continúa prestando<br />

sus invalorables servicios en las veladas culturales, en las efemérides patrias y en todos los actos<br />

cívicos de la localidad.<br />

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