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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />
El sombrerero<br />
Sonó el teléfono, escuché la voz cascada: un error así, no puedo creer, óigame bien, yo no<br />
hablo por hablar, que una equivocación vaya y pase, a cualquiera le sucede, pero un error así...<br />
Me quedé mudo. Me vi venir lo peor. Yo acababa de publicar un libro sobre fútbol en un<br />
país, mí país, donde todos son doctores en la materia. Cerré los ojos y acepté mi condenación:<br />
–El Mundial <strong>del</strong> 30 –acusó la voz, gastada pero implacable.<br />
–Sí–musité.<br />
–Fue en julio.<br />
–Sí.<br />
–¿Y cómo es el <strong>tiempo</strong> en julio, en Montevideo?<br />
–Frío.<br />
–Muy frío –corrigió la voz, y atacó:<br />
–¡Y usted escribió que en el estadio había un mar de sombreros de paja! ¿De paja? –se<br />
indignó–. ¡De fieltro! ¡De fieltro, eran! .<br />
La voz bajó de tono, evocó:<br />
–Yo estaba allí, aquella tarde. 4 a 2 ganamos, lo estoy viendo. Pero no se lo digo por eso.<br />
Se lo digo porque yo soy sombrerero, siempre fui, y muchos de aquellos sombreros... los hice yo<br />
El sombrero.<br />
Cuando se ponía su sombrero, el poeta Manuel Zequeira se miraba al espejo y no veía nada<br />
más que el sombrero puesto.<br />
Él sabía que el sombrero lo hacía invisible. Los demás pobladores de La Habana no<br />
compartían para nada esa certeza, pero el poeta no tenía buena opinión de las opiniones ajenas.<br />
Con el sombrero puesto, Manuel se metía en las casas y en las tabernas, y besaba <strong>bocas</strong><br />
prohibidas y comía platos de otros, sin hacer el menor caso a las furias que desataba. Y en los<br />
días de julio, cuando la ciudad hervía de calor, se echaba a caminar por las calles, sin más ropa<br />
que el sombrero, y no prestaba la menor atención a la gente que lo apedreaba. Mientras no le<br />
tocaran el sombrero, él no sentía.<br />
Aquel sombrero, que deambulaba en el aire, era la única parte de él que no iba a morir<br />
cuando él muriera.<br />
La elegida<br />
No había nacido en ella, pero en busca de ella había atravesado la mar, y en sus calles<br />
vivía.<br />
La gente lo llamaba el Caballero de París, aunque era un gallego venido de Lugo.<br />
Nunca aceptó limosnas. Para alimentarse, le sobraba con el sol que ella le daba.<br />
Por ella, por promesa de amor, no se había cortado nunca el pelo ni la barba, que le llegaba<br />
a los pies. Y por deber de obediencia, cada dos por tres se mudaba: llevándose a cuestas todos<br />
sus bienes, que cabían en un par de viejas bolsas de lona, el Caballero se marchaba desde algún<br />
banco <strong>del</strong> Parque <strong>del</strong> Cristo hasta las escalinatas de la iglesia <strong>del</strong> Sagrado Corazón, o instalaba<br />
su castillo en algún recoveco <strong>del</strong> muelle de Caballería.<br />
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