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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />
La máquina<br />
Mezcla de radio, teléfono y plancha, provista de manivela y micrófono, la máquina de<br />
Rúsvelt Nicodemo era de alto nivel tecnológico.<br />
Según decía Rúsvelt, la máquina lo había resucitado cuando él se murió porque la sangre<br />
se le cuajó como morcilla. Desde entonces, sólo en ella creía.<br />
Cada vez que conseguía permiso para salir, Rúsvelt se iba a la calle El Conde, y allí se<br />
quedaba horas mirando pasar a las muchachas de la alta sociedad de Santo Domingo.<br />
Siempre había alguna que brillaba entre todas las demás, y tras sus luces caminaba él, a<br />
respetuosa distancia.<br />
Esa noche, la máquina, la que nunca mentía, le informaba:<br />
–Ella te adora.<br />
Y en la salida siguiente, Rúsvelt iba al cruce de la dama:<br />
–¿Hasta cuándo seguirás fingiendo desdén? Tu boca calla, pero yo escucho la voz de tu<br />
corazón.<br />
La máquina confirmaba:<br />
–Muere por ti.<br />
Pero no bien lo veía, ella salía corriendo. A Rúsvelt se le agotaba la paciencia y la perseguía<br />
gritándole cobarde, engañera, mentirosa. No por despecho: por indignación. Él no toleraba los<br />
simulacros.<br />
Siempre terminaban igual sus permisos de salida. Una tremenda paliza, y de vuelta al<br />
manicomio de Nigua.<br />
La máquina lo consolaba:<br />
–Si las mujeres fueran necesarias, Dios tendría una.<br />
El mal de ojo<br />
Se le rompió el tractor: alguna vez tenía que pasar. Fracasó la cosecha: el <strong>tiempo</strong> no ayudó.<br />
Pero cuando la desgracia atacó a la vaca, y el ternero nació muerto, Antonio lo tuvo claro:<br />
los vecinos le habían echado el mal de ojo.<br />
Mal de ojo simple, no podía ser. Demasiada eficiencia. Antonio llegó a la conclusión de que<br />
sus enemigos emitían el maleficio desde un aparato electrónico, que parecía televisor pero no era.<br />
Buscó el ojo tecnológico en todo el pueblo de Ambia, estudiando las antenas casa por casa. No lo<br />
encontró.<br />
No tuvo más remedio que mudarse a una casa metida en el monte, donde no había<br />
electricidad.<br />
Rodeó su fortaleza con hojas de acebo, dientes de ajo, botellas rellenas de pan y un gran<br />
collar de sal todo alrededor; y la tapizó, por dentro, con cruces de todos los tamaños y fotos de los<br />
más famosos jugadores de fútbol de Galicia.<br />
Y en la puerta clavó el cuchillo de cortar envidias.<br />
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