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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

Y otro<br />

Aquella no era una tarde de un domingo cualquiera <strong>del</strong> año 1967.<br />

Era una tarde de clásico. El club Santafé jugaba contra el Millonarios, y toda la ciudad de<br />

Bogotá estaba en las tribunas <strong>del</strong> estadio. Fuera <strong>del</strong> estadio, no había nadie que no fuera<br />

paralítico o ciego.<br />

Ya parecía que el partido iba a terminar en empate, cuando Omar Lorenzo Devanni, el<br />

goleador <strong>del</strong> Santafé, el artillero, cayó en el área. El árbitro pitó penal.<br />

Devanni quedó perplejo: aquello era un error, nadie lo había tocado, él había caído por un<br />

tropezón. Quiso decírselo al árbitro, pero los jugadores <strong>del</strong> Santafé lo levantaron y lo llevaron en<br />

andas hasta el punto blanco de la ejecución. No había marcha atrás: el estadio rugía, se venía<br />

abajo.<br />

Entre los tres palos, palos de horca, el arquero aguardaba.<br />

Y entonces Devanni colocó la pelota sobre el punto blanco.<br />

Él supo muy bien lo que iba a hacer, y el precio que iba a pagar por hacer lo que iba a<br />

hacer. Eligió su ruina, eligió su gloria: tomó impulso y con todas sus fuerzas disparó muy afuera,<br />

bien lejos <strong>del</strong> gol.<br />

El peso <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

Hace cuatro siglos y medio, Miguel Servet fue quemado vivo, con leña verde, en Ginebra.<br />

Había llegado allí huyendo de la Inquisición, pero Calvino lo mandó a la hoguera.<br />

Servet creía que nadie debía ser bautizado antes de llegar a la edad adulta, tenía sus dudas<br />

sobre el misterio de la Santísima Trinidad y era tan cabeza dura que insistía en enseñar, en sus<br />

clases de medicina, que la sangre pasa por el corazón y se purifica en los pulmones.<br />

Sus herejías lo habían condenado a una vida gitana. Antes de que lo atraparan, había<br />

cambiado muchas veces de país, de casa, de oficio y de nombre.<br />

Servet ardió, en lento suplicio, junto a los libros que había escrito. En la tapa de uno de esos<br />

libros, un grabado mostraba a Sansón cargando, a la espalda, una muy pesada puerta. Debajo, se<br />

leía: Llevo mi libertad conmigo.<br />

El paso <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

Seis siglos después de su fundación, Roma decidió que el año empezaría el primer día de<br />

enero.<br />

Hasta entonces, cada año nacía el 15 de marzo.<br />

No hubo más remedio que cambiar la fecha, por razón de guerra.<br />

España ardía. La rebelión, que desafiaba el poderío imperial y devoraba miles y más miles<br />

de legionarios, obligó a Roma a cambiar la cuenta de sus días y los ciclos de sus asuntos de<br />

estado.<br />

Largos años duró el alzamiento, hasta que por fin la ciudad de Numancia, la capital de los<br />

rebeldes hispanos, fue sitiada, incendiada y arrasada.<br />

En una colina rodeada de campos de trigo, a orillas <strong>del</strong> río Duero, yacen sus restos. Casi<br />

nada ha quedado de esta ciudad que cambió, para siempre, el calendario universal.<br />

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