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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />
Parientes<br />
En 1992, mientras se celebraban los cinco siglos de algo así como la salvación de las<br />
Américas, un sacerdote católico llegó a una comunidad metida'en las hondonadas <strong>del</strong> sureste<br />
mexicano.<br />
Antes de la misa, fue la confesión. En lengua tojolobal, los indios contaron sus pecados.<br />
Carlos Lenkersdorf hizo lo que pudo traduciendo las confesiones, una tras otra, aunque él bien<br />
sabía que es imposible traducir esos misterios:<br />
–Dice que ha abandonado al maíz –tradujo Carlos–. Dice que muy triste está la milpa.<br />
Muchos días sin ir.<br />
–Dice que ha maltratado al fuego. Ha aporreado la lumbre, porque no ardía bien.<br />
–Dice que ha profanado el sendero, que lo anduvo macheteando sin razón.<br />
–Dice que ha lastimado al buey.<br />
–Dice que ha volteado un árbol y no le ha dicho por qué.<br />
El sacerdote no supo qué hacer con esos pecados, que no figuran en el catálogo de Moisés.<br />
Familia<br />
Jerónimo, el abuelo de José Saramago, no tenía letras, pero era sabido; y callaba lo que<br />
sabía.<br />
Cuando se enfermó, supo que había llegado su hora. Y calladamente caminó por el huerto,<br />
deteniéndose de árbol en árbol, y uno por uno los abrazó. Abrazó a la higuera, al laurel, al<br />
granado y a los tres o cuatro olivos.<br />
En el camino, un automóvil esperaba.<br />
El automóvil se lo llevó hacia Lisboa, hacia la muerte.<br />
La ofrenda<br />
Enrique Castañares cumplió años, y hubo fiesta. Manuela Godoy no recibió convite; pero la<br />
llamaron las guitarras.<br />
Ella no era de arrimarse. No se daba con nadie. Sin nadie, para nadie, había vivido y bebido<br />
sus años, nadie sabía cuántos, siempre encerrada en su ranchito de las afueras <strong>del</strong> pueblo de<br />
Robles. Se sabía que era tan pobre que ni pulgas tenía, y tan sola era que dormía abrazada a una<br />
botella.<br />
Pero aquella noche, la noche de la fiesta, Manuela anduvo dando vueltas alrededor de la<br />
casa de los Castañares, curioseando por las ventanas, hasta que le ofrecieron entrar y se sumó al<br />
bailongo.<br />
Bailó sin parar, hasta cansarlos a todos, y se tomó todo el vino.<br />
Fue la última en irse. Le envolvieron unas tiras de asado y unas cuantas empanadas; y con<br />
esa carga en la espalda se marchó, al fin de la noche. Haciendo eses se metió en el maizal, y<br />
desapareció.<br />
A la mañana siguiente, cuando Enrique, el cumpleañero, se asomó a la puerta, ella estaba<br />
allí. Esperando.<br />
–¿Qué se le ha perdido, doña Manuela?<br />
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