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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

En ese muelle, que tan suyo sentía, perdonó públicamente a los guerrilleros de la Sierra<br />

Maestra, que le habían copiado la barba, y culminó esa tarde histórica recitando unos versos<br />

consagrados a su reina y señora.<br />

Al servicio de ella, y de sus muchos encantos, el Caballero se había hecho rey de reyes y<br />

señor de señores. En defensa de ella, lanzaba sus declaraciones de guerra contra los enemigos<br />

que la codiciaban. Ante los leones <strong>del</strong> Paseo <strong>del</strong> Prado, rodeado por su guardia de alabarderos y<br />

por unos cuantos curiosos de paso, juraba resistir hasta la muerte y convocaba su flota de buques<br />

cañoneros y sus ejércitos <strong>del</strong> alba, <strong>del</strong> mediodía, <strong>del</strong> atardecer y de la medianoche.<br />

Ahora yace bajo el suelo <strong>del</strong> convento de San Francisco, junto a los obispos, los arzobispos,<br />

los comendadores y los conquistadores.<br />

Allí, en el lugar que merecía, lo enterró Eusebío Leal, que siempre ha sido, también, loco por<br />

ella.<br />

En ella duerme, ahora, el Caballero: en esa dama destartalada y altiva, llamada La Habana,<br />

que vela su sueño.<br />

Moscas<br />

José Miguel Corchado tiene el cuerpo lleno de preguntas. Hace años que ha perdido la<br />

cuenta de la cantidad de preguntas que lo acosan sin tregua; pero recuerda la tarde en que la<br />

primera pregunta entró.<br />

Fue en la ciudad de Sevilla, una tarde de sol y aroma de azahares, según manda la<br />

costumbre: una tarde como cualquier otra, al cabo de una jornada de trabajo como cualquier otra.<br />

Él iba caminando hacia su casa, a través <strong>del</strong> gentío, solo de una soledad como cualquier otra<br />

soledad, cuando la primera pregunta llegó, volando como mosca. Él quiso espantarla, pero la<br />

pregunta se quedó dando vueltas a su alrededor, hasta que se le metió adentro y ya no salió. Y no<br />

lo dejó dormir en toda la noche.<br />

Al día siguiente, José Miguel se sentó en una silla y anunció:<br />

–Yo de aquí no me levanto, hasta que no sepa quién soy.<br />

Exorcismo<br />

Ocurrió en 1950. Contra todo pronóstico, contra toda evidencia, Brasil fue derrotado por<br />

Uruguay y perdió su campeonato mundial de fútbol.<br />

Después <strong>del</strong> pitazo final, mientras caía el sol, el público siguió sentado en las gradas <strong>del</strong><br />

recién inaugurado estadio de Maracaná. Un pueblo tallado en piedra, inmenso monumento a la<br />

derrota: la mayor multitud jamás reunida en la historia <strong>del</strong> fútbol no podía hablar, ni podía<br />

moverse. Allí se quedaron los dolientes, hasta bien entrada la noche.<br />

Y allí estaba Isaías Ambrosio. Le habían regalado una entrada, por haber sido uno de los<br />

albañiles que habían construido aquel estadio.<br />

Medio siglo después, Isaías seguía estando allí.<br />

Sentado en el mismo lugar, ante las gradas vacías <strong>del</strong> gigante de cemento, repetía su inútil<br />

ceremonia. Cada atardecer, a la hora fatal, Isaías trasmitía la jugada que había sellado la derrota,<br />

pegada la boca a un micrófono invisible, para la audiencia de una radio imaginaria. La trasmitía<br />

paso a paso, sin olvidar ningún doloroso detalle, y con voz de locutor profesional gritaba el gol, o<br />

más bien lo lloraba, y volvía a llorarlo, como en la tarde anterior y en la tarde siguiente y en todas<br />

las tardes.<br />

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