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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

Mirando a Miró<br />

Almir D’Avila entró de niño, lo declararon demente y nunca más salió.<br />

Nunca nadie le ha escrito una carta, ni ha sido nunca visitado por nadie.<br />

Aunque pudiera irse, no tiene adónde; aunque quisiera hablar, no tiene con quién.<br />

Desde hace más de cuarenta años, pasa sus días en el manicomio de San Pablo,<br />

deambulando en círculos, con una radio pegada a la oreja, y en su camino se cruza siempre con<br />

los mismos hombres que deambulan en círculos con una radio pegada a la oreja.<br />

Uno de los médicos organizó la visita a una exposición de pinturas de Joan Miró.<br />

Almir se puso su traje único, viejito pero bien planchado bajo el colchón, se metió hasta los<br />

ojos su sombrero de almirante y marchó con los demás rumbo al museo.<br />

Y vio. Vio los colores que estallaban, el tomate que tenía bigotes y el tenedor que bailaba, el<br />

pájaro que era mujer desnuda, los cielos con ojos y las caras con estrellas.<br />

Anduvo, de cuadro en cuadro, con el ceño fruncido. Era evidente que Miró lo había<br />

defraudado, pero el médico quiso conocer su opinión:<br />

–Demasiada –dijo Almir. –<br />

–¿Demasiada qué?<br />

–Demasiada locura.<br />

Desmirar<br />

Hacía más de un año que Titina Benavídez no conseguía levantar los párpados.<br />

En el hospital creyeron que podía ser un caso de miastenia, una enfermedad rara; pero los<br />

exámenes descartaron la sospecha. Tampoco el oculista encontró nada.<br />

Titina seguía día y noche con los párpados caídos, encerrada en la chacra de su familia, en<br />

las afueras de la ciudad de Las Piedras.<br />

Quizá los ojos habían perdido las ganas de seguir mirando. No se sabe. Lo que sí se sabe<br />

es que el corazón de esa joven saludable perdió las ganas de seguir latiendo.<br />

Fue el 31 de diciembre <strong>del</strong> 2000. Titina murió mientras morían el año, el siglo y el milenio,<br />

quizá cansados, como ella, de ver lo que veían.<br />

Ver<br />

En los campos de Salto, aquel capataz, ya entrado en años, tenía fama de ver lo que nadie<br />

veía.<br />

Carlos Santalla le preguntó, con todo respeto, si era verdad lo que se decía: que él veía lo<br />

invisible porque tenía mente grande. Tan grande era su mente, se decía, que no le cabía en el<br />

cráneo y le daba dolor de cabeza.<br />

El viejo gaucho se rió a las carcajadas:<br />

–Yo, lo que te puedo decir es que soy muy curioso, y que tengo suerte. Cuanto más se me<br />

achica la vista, más veo.<br />

Carlos tenía nueve años cuando lo escuchó. Cuando ya andaba por cumplir un siglo de<br />

edad, todavía lo recordaba. A él también los años le habían achicado la vista, para que viera más.<br />

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