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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />
Al centro <strong>del</strong> altar, reinaba un pequeño Cristo moreno. El Cristito, oscurecido por la humazón<br />
de los cirios, tenía pelo de gente, pelo negro de la gente de por allí, Los campesinos <strong>del</strong> valle <strong>del</strong><br />
Conlara frecuentaban mucho a ese hijo de Dios que tanto se les parecía.<br />
La Niña María vivía a la mala, se la comía la mugre, pero cada día bañaba al Cristito con<br />
agua de manantial, lo cubría con las flores <strong>del</strong> valle y le encendía los cirios que lo rodeaban. Ella<br />
nunca se había casado. En sus años mozos, se había hecho cargo de sus dos hermanos<br />
sordomudos; y después había consagrado su vida al Cristito. Pasaba los días cuidándole la casa,<br />
y por las noches le velaba el sueño.<br />
A cambio de tanto, la Niña María nunca había pedido nada.<br />
A los ciento tres años de su edad, pidió. Nunca dijo el favor, pero contó la promesa:<br />
–Si el Cristito me cumple –dijo–, lo tiño de rubio.<br />
Manosanta<br />
El doctor no tenía secretaria, y creo que ni teléfono tenía. El consultorio, sin música<br />
funcional, ni alfombra, ni reproducciones de Gauguin en las paredes, no tenía más que una<br />
camilla, dos sillas, una mesa y un diploma de la Facultad de Medicina.<br />
Él supo ser el sanador más milagroso <strong>del</strong> barrio de la Boca. Este científico curaba sin<br />
pastillas, ni hierbas, ni nada. Vestido de entrecasa, empezaba por preguntar:<br />
–Y usted, ¿qué enfermedad quiere tener?<br />
Santo remedio<br />
Hace dos siglos, en la ciudad de Salvador de Bahía, las familias copetudas convocaban a<br />
cuantos médicos pudieran pagar en torno al lecho <strong>del</strong> moribundo.<br />
Familiares y vecinos se apiñaban en el dormitorio para escuchar a los galenos. Después de<br />
examinar al enfermo, cada médico pronunciaba una conferencia sobre el caso. Eran discursos<br />
solemnes, que el público, a viva voz, iba comentando:<br />
–¡Apoyado!<br />
–¡No! iNo!<br />
–¡Muy bien!<br />
–¡Se equivoca el doctor!<br />
–¡De acuerdo!<br />
–¡Qué disparate!<br />
Culminada la primera ronda, los facultativos volvían a exponer sus puntos de vista en<br />
nuevos discursos.<br />
El debate demoraba. No mucho: hasta los moribundos más duros de morir apresuraban el<br />
último suspiro, aunque fuera de mal gusto interrumpir el trabajo de la Ciencia.<br />
Otro santo remedio<br />
En América, el coco no fue sembrado por nadie. Se sembró solo. Desprendido de algún<br />
árbol de la Malasia, rodó por la arena y se dejó llevar por las aguas. Flotando en los mares <strong>del</strong><br />
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