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La Ilustre degeneración - Géminis Papeles de Salud

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sobre la mesa, D. Recaredo <strong>de</strong>tuvo a los cargadores. El público aprovechó el duelo <strong>de</strong> los novatos,<br />

para reponer bebidas. Al chico le tembló la mano. <strong>La</strong> bala se <strong>de</strong>svió, reventándole la cabeza. El<br />

superviviente fue retirado precipitadamente, porque se le escapaban las lágrimas.<br />

Les tocaba. Contra toda lógica, Perla y Peleao se <strong>de</strong>searon suerte. Rígidos y herméticos, aguardaron<br />

a que terminase <strong>de</strong> correr el dinero. Un tipo vestido a la turca, presentó las armas a espectadora,<br />

enjoyada hasta el escándalo. Embutida en traje largo, negro y elegante, apostaba por cheque,<br />

perdiendo con tanta regularidad, que parecía <strong>de</strong>signar al que <strong>de</strong>bía morir. Introdujo la bala en el<br />

tambor, haciéndolo girar con profesionalidad. Igualmente per<strong>de</strong>dor, D. Claudio mereció cargar el<br />

segundo revolver. Lo hizo con torpeza. D. Recaredo anunció que se podía apostar por el resultado<br />

final o por cada disparo. Un emocionado "no va más", cerró la ronda. <strong>La</strong> moneda saltó al aire.<br />

Olvidando al público, los contendientes se miraron como enamorados. Cruz. Pelao sonrió. Le daban<br />

su primera oportunidad. Perla apretó el gatillo. Pelao probó suerte. <strong>La</strong> rigi<strong>de</strong>z se diluyó en sonrisa.<br />

Aprovechando la pausa, los gladiadores intercambiaron un guiño, contentos <strong>de</strong> estar vivos.<br />

Al séptimo disparo, se dijo que la muerte los rechaza. <strong>La</strong> <strong>de</strong> las joyas apostó por Pelao. Ernesto lo<br />

vio muerto. Perla apretó el gatillo. No sonó el disparo, pero se <strong>de</strong>splomó. D. Recaredo se acercó,<br />

buscando nerviosamente la herida.<br />

- ¡Chico!. ¡Levanta!. ¡No estás muerto!.<br />

Perla giró las pupilas, irguiéndose lentamente. Rojo <strong>de</strong> vergüenza, porque <strong>de</strong>mostró su miedo,<br />

escondió su mirada al público. Pelao <strong>de</strong>seó vivir. Sintió la tentación abandonar la plataforma,<br />

saltando al lado <strong>de</strong> los espectadores, para suplicar piedad. No lo hizo, porque estaba seguro <strong>de</strong> que<br />

no se la darían. D. Recaredo hizo un gesto <strong>de</strong> impaciencia. Pelao levantó el revolver. Nunca le había<br />

pesado tanto. Seguro <strong>de</strong> que sería la última vez, clavó el caño en la sien. Quería morir <strong>de</strong> un<br />

disparo. Limpio y preciso. Retumbó en todas las cabezas. D. Recaredo levantó el brazo <strong>de</strong>l Perla. Se<br />

<strong>de</strong>jó hacer, sintiendo que le fallaban las piernas. Deseaba correr tras el cuerpo <strong>de</strong> Pelao, pero no<br />

podía moverse.<br />

- ¡Sal ya! - susurró el jefe.<br />

Acostumbrado a obe<strong>de</strong>cer, se escurrió con ligereza <strong>de</strong> trapecista. Rebasado el cortinaje, se lanzó en<br />

plancha sobre el <strong>de</strong>spojo, abrazándole como si pudiese <strong>de</strong>volverle a la vida. Llegó la trituradora y<br />

los gorilas le apartaron. Al principio tiraban los cuerpos en cualquier parte, con el revolver, pero<br />

temieron que tantos suicidios simultáneos, se hiciesen sospechosos. Obligado a pensar, D. Recaredo<br />

encontró la solución <strong>de</strong> la carne picada. El que la compraba para pienso <strong>de</strong> animales, se asombraba<br />

<strong>de</strong> la calidad <strong>de</strong> la ternera, sin imaginar su origen. El público abandonaba el local or<strong>de</strong>nadamente.<br />

Seguro <strong>de</strong> que extraños no podían oírle, el empresario llamó a los alojamientos. <strong>La</strong>s mujeres<br />

recibieron or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> quemar las pertenencias <strong>de</strong> los muertos. Era la costumbre. Debían <strong>de</strong>saparecer,<br />

como si no hubiesen sido. Petra se jugó el trabajo y hasta el porvenir, conservando una foto <strong>de</strong><br />

Pelao, <strong>de</strong>l tiempo <strong>de</strong> la mili. Le quiso <strong>de</strong>masiado para borrarlo.<br />

D. Claudio quiso conocer al Perla.<br />

- ¡Vamos a invitarle!. Conmigo le <strong>de</strong>jaran venir.<br />

Buscaron a D. Recaredo, que otorgó su licencia.<br />

- Si pue<strong>de</strong>n esperar... - se fijó en Ernesto. Los chicos <strong>de</strong> aspecto soñador, apasionaban al público -<br />

Cuando quieras, me buscas. Aquí tienes sitio.<br />

Ernesto no contestó. El Perla, que lo tenía olvidado, le abrazó como si le quisiese <strong>de</strong> verdad. Y<br />

Ernesto le quiso, porque también estaba terriblemente solo.<br />

Capítulo 6º<br />

Estando a punto <strong>de</strong> rebasar la edad limite, que aceptaba la clientela, Ernesto consi<strong>de</strong>ró <strong>de</strong> urgencia<br />

cambiar <strong>de</strong> medio. Enterado <strong>de</strong> que el político ofrecía porvenir al efebo talludo, se personó en la

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