La Ilustre degeneración - Géminis Papeles de Salud
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<strong>de</strong> recambio. Perla sobrevivía porque caía bien y supo nadar entre dos aguas. Erguido y lejano,<br />
orgulloso a su manera, recogía con indiferencia el entusiasmo <strong>de</strong> un publico que le admiraban,<br />
porque las balas aprendieron a respetarle. No queriendo per<strong>de</strong>r estrella irremplazable, D. Recaredo<br />
suprimió el sorteo para sentarlo frente a novatos, que por raro capricho <strong>de</strong> la suerte, solían caer a la<br />
primera, como si la muerte prefiriese vaciar cuerpos, aún en buen estado.<br />
Dejando correr el tiempo, en la esperanza <strong>de</strong> que hasta el más indiferente, cayese en la tentación <strong>de</strong><br />
apostar, el empresario <strong>de</strong>clamó la historia <strong>de</strong>l veterano, rememorando a los muchos que <strong>de</strong>jó en el<br />
camino. Terminado el discurso, presentó los revólveres a Ernesto. Cogió el arma. Estaba caliente.<br />
<strong>La</strong>s manos le temblaron, al meter la bala en la cápsula. El tambor giró, con chirrido <strong>de</strong> vieja<br />
cerradura. Luis <strong>de</strong>dujo que el poeta se sentó alguna vez frente al velador. <strong>La</strong> imagen le hizo daño.<br />
Se propuso averiguar la relación, que le unió a la ruleta. El novato levantó el revolver, con gesto <strong>de</strong><br />
autómata. Su tez tornó al gris. Perla sonrió <strong>de</strong>spectivo. Despreciaba a los que amaban una vida, que<br />
<strong>de</strong>jó <strong>de</strong> importarle. Seguro <strong>de</strong> que no le abandonaría, se pregunto si le gustaría divertirse con aquel<br />
cadáver. Sonó el "clac" <strong>de</strong>l martillo. D. Recaredo llamó a un voluntario <strong>de</strong>l público, que no hubiese<br />
apostado, para hacer girar los tambores. Repetía la ceremonia tras cada ronda, en la esperanza<br />
crecer las apuestas. Y por extensión, su porcentaje. El griterío ganaba intensidad. Una mujer<br />
enfundada en traje <strong>de</strong> noche negro, tan ajado como su persona, llamó al camarero. Aunque las joyas<br />
habían <strong>de</strong>saparecido, Ernesto la reconoció.<br />
- ¡<strong>La</strong> muerte!<br />
<strong>La</strong> mirada negra y dura <strong>de</strong>l Perla escapó <strong>de</strong>l escenario, para clavarse en el pájaro <strong>de</strong> mal agüero.<br />
Apostó por él y le robo la suerte. Paseo la mirada sobre el publico. Nunca más se encontraría.<br />
Ernesto se sintió traspasado por la fuerza <strong>de</strong> un hombre, que escogió el mal voluntariamente. Los<br />
dos sabían que le tocaba morir El rostro <strong>de</strong> D. Recaredo estaba <strong>de</strong>scompuesto. Los camareros,<br />
clavados en el sitio, retenían el resuello. <strong>La</strong> gente, que no se enteraba, seguía jaleando al Perla. El<br />
ídolo acarició el revolver. Por última vez. <strong>La</strong> mirada prendida en los ojos <strong>de</strong> Ernesto, ganaba<br />
tiempo. Trastornado por un retorno <strong>de</strong>l pasado, que estaba previsto, quiso vivir. Subió el arma<br />
lentamente. Tenso, apretó el caño en la sien. Quería ser un muerto <strong>de</strong>cente, cuando menos.<br />
Inexplicablemente, el silencio se impuso. Trágico y expectante, como la noche en que murió Pelao.<br />
Ernesto no oyó el disparo. Pero sintió apagarse la mirada <strong>de</strong>l amigo.<br />
Despertó tendido en el suelo, la cara empapada en whisky. Luis reía.<br />
- ¡Anda este!. ¡Pero que le ha pasaó!.<br />
Los camareros retiraban los cuerpos. Del otro lado <strong>de</strong>l muro, llegaba un sonido macabro, <strong>de</strong> vieja<br />
trituradora.<br />
Capítulo 8º<br />
De aquella noche surgió amistad, intermitente e intensa. Dispares por origen, educación y siglas,<br />
Ernesto y Luis alternaron periodos en no podían vivir el uno sin el otro, con largas temporadas <strong>de</strong><br />
separación. Se hacían confi<strong>de</strong>ncias, pero nunca preguntas, compartiendo las emociones <strong>de</strong> una<br />
ciudad, rica en espectáculos intelectuales, pero falta <strong>de</strong> incentivos, que excitasen la razón.<br />
Debidamente extraviada, por obra y gracias <strong>de</strong> quienes encarnaban el po<strong>de</strong>r, el conjunto se enfangó<br />
en la <strong>de</strong>shumanización y el fanatismo, creciendo la <strong>de</strong>manda <strong>de</strong> dolor. Manifestada por quienes no<br />
soportaban el menor daño o contrariedad, que afectase a su persona, se sofisticó la oferta. Resucitó<br />
el potro inquisitorial, la armadura <strong>de</strong> clavos y otras medios <strong>de</strong> jorobar al prójimo, ofreciendo la<br />
industria ocupación bien retribuida, a cuantos aceptaban matar para no morir, entre los aplausos <strong>de</strong><br />
un publico, entusiasta y selecto. Concurridos los locales, la policía se esforzó por no <strong>de</strong>scubrirlos,<br />
eludiendo la torpeza <strong>de</strong> encontrar a quien no <strong>de</strong>bía, don<strong>de</strong> no <strong>de</strong>bía estar. Con or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> medir el<br />
<strong>de</strong>lito, en función a la personalidad <strong>de</strong>l autor, los custodios <strong>de</strong>l or<strong>de</strong>n adaptaron su esquema mental<br />
a las circunstancias. Atendiendo ór<strong>de</strong>nes superiores o por propia iniciativa, alternaron sabiamente<br />
autoritarismo y mordida, dando lugar a que el vulgo, confundiendo los términos, conociese la fuerza