el libro del convaleciente - AMPA Severí Torres
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Digitalización de Elsa Martínez – mayo 2006<br />
El <strong>libro</strong> d<strong>el</strong> <strong>convaleciente</strong> 179<br />
—¡Oh, sí! —murmuró Valentina—. Hablemos de otra cosa.<br />
Diez minutos más tarde habíamos hablado de la dueña de la<br />
casa, de lo aburrida que resultaba la fiesta, de las teorías cósmicas de<br />
Laplace, d<strong>el</strong> retraso de los trenes, de cómo se conservan las violetas para<br />
que no se mustien, d<strong>el</strong> calor que hace en los Trópicos, de los zapatos<br />
de brocado, de las leyes de protección a la infancia y de la influencia de<br />
Shakespeare en <strong>el</strong> teatro sueco.<br />
Dudo que nadie haya aprovechado mejor diez minutos.<br />
En realidad, <strong>el</strong> que había hablado era yo; pero Valentina asentía<br />
a todo lo dicho. Se la veía preocupada y con <strong>el</strong> pensamiento ausente.<br />
Al rato, con esa vu<strong>el</strong>ta al lugar "d<strong>el</strong> suceso", común en las<br />
mujeres y en los asesinos de ancianas desvalidas, Valentina empezó a<br />
narrarme su agitada existencia.<br />
—Me casé joven: a los diecisiete años —declaró— con un<br />
diplomático a quien envenenaba lentamente <strong>el</strong> whisky. D<strong>el</strong> brazo de<br />
Arnaldo recorrí todo <strong>el</strong> Oriente, y cuando le sorprendió la muerte en<br />
Yokohama, como murió de congestión inesperadamente en <strong>el</strong> cuarto d<strong>el</strong><br />
hot<strong>el</strong>, no tuve valor para afrontar la intervención d<strong>el</strong> juzgado y huí a las<br />
cuatro de la mañana con un violinista húngaro que desde tiempo atrás<br />
me hacía <strong>el</strong> amor. Matías Malpouski era un hombre raro, que al<br />
interpretar determinadas composiciones sufría ataques de nervios<br />
espantosos. Una mañana, en <strong>el</strong> Pera Hot<strong>el</strong> de Constantinopla, me<br />
echó las manos al cu<strong>el</strong>lo en medio de un ataque, y desapareció<br />
creyendo que me había matado. Un año entero viví sola, adscrita al<br />
servicio de contraespionaje ruso. Hasta que, persiguiendo a un espía<br />
ucraniano, me enamoré de él y marchamos juntos a Sudamérica. Nos<br />
instalamos en un corte de maderas de los bosques d<strong>el</strong> Chaco, y un<br />
capataz, a quien mi amor había enloquecido, mató en riña a mi<br />
compañero. El capataz robó la caja de la Compañía Maderera y me llevó<br />
con él, secuestrada, a Australia. Fue entonces cuando tuve mi primer hijo,<br />
que me fue arrebatado y depositado en <strong>el</strong> hospicio de Sidney. Al año nació<br />
<strong>el</strong> segundo chiquitín, y <strong>el</strong> capataz se lo llevó, dejándome sola y<br />
desamparada. Horacio Fornsendwey, <strong>el</strong> rey d<strong>el</strong> caucho, me ofreció su<br />
mano, y un mes más tarde salíamos, en viaje de bodas, hacia Siam. Mi<br />
vida de seis años junto a Horacio fue un oasis en <strong>el</strong> centro de un<br />
desierto. Le amé y me amaba... Hasta que cierta tarde, en Nueva York,<br />
<strong>el</strong> coche de Horacio chocó en <strong>el</strong> Broadway con un autobús d<strong>el</strong> servicio<br />
público y Horacio murió. Viuda de nuevo, con una gran fortuna, me<br />
retiré a Escocia, y allí <strong>el</strong> amor, un amor tumultuoso, me visitó de nuevo<br />
en la persona de Ramsday Love, un muchachito de apenas diecisiete