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La Destrucción de Jerusalén

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Des<strong>de</strong> el Cielo se oye la voz <strong>de</strong> Dios que proclama el día y la hora <strong>de</strong> la venida<br />

<strong>de</strong> Jesús, y promulga a su pueblo el pacto eterno. Sus palabras resuenan por la tierra<br />

como el estruendo <strong>de</strong> los más estrepitosos truenos. El Israel <strong>de</strong> Dios escucha con los<br />

ojos elevados al Cielo. Sus semblantes se iluminan con la gloria divina y brillan cual<br />

brillara el rostro <strong>de</strong> Moisés cuando bajó <strong>de</strong> Sinaí. Los malos no los pue<strong>de</strong>n mirar. Y<br />

cuando la bendición es pronunciada sobre los que honraron a Dios santificando su<br />

sábado, se oye un inmenso grito <strong>de</strong> victoria.<br />

Pronto aparece en el este una pequeña nube negra, <strong>de</strong> un tamaño como la mitad<br />

<strong>de</strong> la palma <strong>de</strong> la mano. Es la nube que envuelve al Salvador, y que a la distancia<br />

parece ro<strong>de</strong>ada <strong>de</strong> oscuridad. El pueblo <strong>de</strong> Dios sabe que es la señal <strong>de</strong>l Hijo <strong>de</strong>l<br />

hombre. En silencio solemne la contemplan mientras va acercándose a la tierra,<br />

volviéndose más luminosa y más gloriosa hasta convertirse en una gran nube blanca,<br />

cuya base es como fuego consumidor, y sobre ella el arco iris <strong>de</strong>l pacto. Jesús marcha al<br />

frente como un gran conquistador, y los ejércitos <strong>de</strong>l Cielo lo siguen. Con canciones <strong>de</strong><br />

(458) triunfo, un séquito vasto <strong>de</strong> santos ángeles le escolta en su camino. Él firmamento<br />

parece lleno con formas brillantes, diez mil veces diez mil, y miles <strong>de</strong> miles. No hay<br />

pluma que pueda <strong>de</strong>scribir, ni mente humana concebir, la gloria <strong>de</strong> la escena. Como la<br />

viviente nube que se viene acercando, Jesús se pue<strong>de</strong> mirar claramente. No trae una<br />

corona <strong>de</strong> espinas, sino una corona <strong>de</strong> gloria <strong>de</strong>scansa sobre su frente sagrada. Su<br />

aspecto brilla como el sol a mediodía. Sobre su vestidura y muslo tiene un nombre<br />

escrito, “Rey <strong>de</strong> reyes, y Señor <strong>de</strong> Señores.”<br />

Ante Él cada cara se vuelve pálida, y sobre los que Dios ha rechazado, cae la<br />

negrura <strong>de</strong> <strong>de</strong>sesperación. El justo clama temblando: “¿Quién podrá sostenerse en pie?”<br />

<strong>La</strong> canción <strong>de</strong> los ángeles cesa, y hay un período <strong>de</strong> silencio aterrador. Entonces se oye<br />

la voz <strong>de</strong> Jesús, diciendo: “Bástate mi gracia.” Se encien<strong>de</strong>n las caras <strong>de</strong> los justos, y<br />

alegría llena cada corazón. Y los ángeles tocan una nota más alta, y cantan <strong>de</strong> nuevo,<br />

mientras se acercan aún más a la tierra.<br />

El Rey <strong>de</strong> reyes <strong>de</strong>scien<strong>de</strong> sobre la nube, envuelta en fuego flamante. <strong>La</strong> tierra se<br />

estremece ante Él, se enrollan los Cielos juntos como un rollo, y se mueven cada<br />

montaña y cada isla fuera <strong>de</strong> su lugar. Dice el Salmista: “Vendrá nuestro Dios, y no<br />

callará; fuego consumidor hay <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> Él, y tempestad po<strong>de</strong>rosa le ro<strong>de</strong>a. Convoca a<br />

los Cielos <strong>de</strong>s<strong>de</strong> arriba, y a la tierra, para juzgar a su pueblo. Juntadme mis santos, los<br />

que hicieron conmigo pacto con sacrificio. Y los Cielos (459) <strong>de</strong>clararán su justicia<br />

porque Dios mismo es el juez.” (Salmos 50:3-6.)<br />

“Y los reyes <strong>de</strong> la tierra, los magnates, los ricos, los tribunos, los po<strong>de</strong>rosos, y<br />

todo siervo y todo libre, se escondieron en las cuevas y entre las peñas <strong>de</strong> los montes; y<br />

<strong>de</strong>cían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y escon<strong>de</strong>dnos <strong>de</strong>l rostro <strong>de</strong>l que<br />

está sentado sobre el trono, y <strong>de</strong> la ira <strong>de</strong>l Cor<strong>de</strong>ro; porque el gran día <strong>de</strong> su ira ha<br />

llegado; ¿y quién podrá sostenerse en pie?” (Apocalipsis 6:15-17.)<br />

Cesaron las burlas. Callan los labios mentirosos. El choque <strong>de</strong> las armas y el<br />

tumulto <strong>de</strong> la batalla, “manto revolcado en sangre,” (Isaías 9:5), han concluido. Sólo se<br />

oyen ahora voces <strong>de</strong> oración, llanto y lamentación. De las bocas que se mofaban poco<br />

antes, estalla el grito: “El gran día <strong>de</strong> su ira es venido; ¿y quién podrá estar firme?” Los<br />

impíos pi<strong>de</strong>n ser sepultados bajo las rocas <strong>de</strong> las montañas, antes que ver la cara <strong>de</strong><br />

Aquel a quien han <strong>de</strong>spreciado y rechazado.<br />

Allí están los que se mofaron <strong>de</strong> Cristo en su humillación. Con fuerza penetrante<br />

acu<strong>de</strong>n a su mente las palabras <strong>de</strong>l Varón <strong>de</strong> dolores, cuando, conjurado por el sumo<br />

sacerdote, <strong>de</strong>claró solemnemente: “que a partir <strong>de</strong> ahora veréis al Hijo <strong>de</strong>l Hombre<br />

sentado a la diestra <strong>de</strong>l Po<strong>de</strong>r, y viniendo sobre las nubes <strong>de</strong>l Cielo.” (S. Mateo 26:64.)<br />

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