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«¿Cómo iba a alegrarme al pensar en la casa de mis padres? […]<br />
Creo que los malos tratos de mi padre, los años de preocupaciones<br />
y la cínica franqueza de mi conducta mataron a mi madre<br />
lentamente. Cuando estaba en el féretro y vi su rostro —un<br />
rostro gris y destrozado por el cáncer— comprendí que me<br />
hallaba ante la cara de una víctima, y maldije el sistema que la<br />
había convertido en una víctima [3] . Éramos diecisiete en la familia.<br />
Mis hermanos no significaban nada para mí. Sólo uno de<br />
ellos puede entenderme» (Ibíd., pág. 56).<br />
¿Cuánto sufrimiento del primogénito de esta madre que tuvo<br />
diecisiete hijos y de un alcohólico violento se esconde detrás de<br />
estas frases realistas? Este sufrimiento no aparece expresado en<br />
las obras de Joyce, sino que el lector tropieza con una resistencia<br />
al mismo que se sirve de brillantes provocaciones. Las bufonadas<br />
del padre son admiradas por el niño a menudo apaleado y transformadas<br />
en literatura por el adulto. Yo atribuyo el gran éxito de<br />
sus novelas al hecho de que precisamente muchas personas valoran<br />
particularmente esta forma de rechazar los sentimientos tanto<br />
en la literatura como en la vida. En mi obra titulada La madurez<br />
de Eva abordé este fenómeno a propósito de la novela autobiográfica<br />
de Frank McCourt Las cenizas de Angela.