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Pues hacerse adulto significaría dejar de negar la verdad, sentir<br />
el dolor reprimido, conocer racionalmente la historia que el<br />
<strong>cuerpo</strong> ya conoce emocionalmente, integrar esa historia y no tener<br />
que reprimirla más. Que luego el contacto con los padres pueda o<br />
no mantenerse dependerá de las circunstancias. Pero lo que sí<br />
debe terminar es la relación enfermiza con los padres interiorizados<br />
de la infancia, esa relación a la que llamamos amor, pero que<br />
no es amor y que está compuesta de distintos elementos como la<br />
gratitud, la compasión, las expectativas, las negaciones, las ilusiones,<br />
el miedo, la obediencia y el temor al castigo.<br />
He dedicado mucho tiempo a estudiar por qué algunas personas<br />
consideran que sus terapias han sido un éxito y otras, pese a<br />
décadas de análisis o terapias, siguen atascadas en sus síntomas<br />
sin poder librarse de ellos. He constatado que, en todos los casos<br />
que acabaron positivamente, las personas pudieron librarse de la<br />
relación destructiva del niño maltratado cuando contaron con un<br />
apoyo que les permitió desvelar su historia y expresar su indignación<br />
por el comportamiento de sus padres. Esas personas, de<br />
adultas, pudieron organizar sus vidas con mayor libertad sin necesidad<br />
de odiar a sus padres. Pero no pudieron hacerlo aquellos<br />
que en sus terapias fueron exhortados a perdonar creyendo que el<br />
perdón conllevaría un éxito curativo. Éstos quedaron aprisionados<br />
en la situación del niño pequeño que cree que quiere a sus<br />
padres, pero que en el fondo se deja controlar y (en forma de enfermedades)<br />
se deja destruir por los padres que ha tenido interiorizados<br />
toda su vida. Semejante dependencia fomenta el odio<br />
que está reprimido pero que, no obstante, sigue activo y empuja a<br />
agredir a inocentes. Sólo odiamos cuando nos sentimos<br />
impotentes.<br />
He recibido cientos de cartas que documentan mi afirmación.<br />
Por ejemplo, Paula, una chica de veintiséis años y que padece<br />
alergias, me escribió diciendo que, de pequeña, su tío la acosaba